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Abuso sonoro

Por: Rodrigo Castañeda

Cuentan que durante la invasión a Panamá, los Marines de los Estados Unidos bombardearon la casa de la Piña con quién sabe cuántas horas ininterrumpidas de metal, si mal no recuerdo creo que fue con Metallica.

También es conocida la tortura/lavado de cerebro, en el que se somete a la víctima a un mensaje grabado, una y otra vez hasta que su voluntad se ve doblegada a los designios de su captor.

En ambos caso se utiliza el sonido a manera de tortura, para quebrantar la voluntad del que está del otro lado de las ondas sonoras. No sé si la convención de Ginebra tenga algún apartado en contra de este tipo de prácticas, pero si sí lo tiene, que me digan dónde puedo presentar una queja, porque desde el día en que iniciaron las campañas he sido víctima de esta clase de abuso.

Mi casa –que se supone debería de ser la casa de ustedes pero, créanme, no van a querer ni que lo diga por cortesía—está cerca de unas ¿oficinas?, del PRI, las que están en Prolongación Zaragoza. Dicho predio funciona como centro de reunión del acarreado, así que a últimas fechas se pueden observar filas y filas de camiones que van a recoger gente para llevarla a los diferentes mítines.

Hasta ahí, no tengo queja, tal vez pena ajena, pero nada más; sin embargo, dicho terreno tiene a las afueras una bocina en la que han transmitido, desde el día en que dieron inicio las campañas, un audio que reproducen todos los discursos de Loyola.

No sé a qué maquiavélica, aunque inútil, mente se le ocurrió esta genialidad, pero estoy seguro de que tiene un lugar reservado en el infierno junto a Goebbels, aunque dudo que él quiera sentarse al lado de dicho priista.

Todo el día escucho los discursos de Loyola, seguidos de una canción que, al ritmo de aquella del Show de Xuxa, me dice que “yo votaré, yo votaré”. Mientras tanto mis vecinos y  yo nos volvemos locos.

Los automovilistas que pasan por la vía solo escuchan murmullos, aun si están en el alto, de seguro nadie presta atención al discurso gastado, o a la cancioncita caguengue. Mientras que los que vivimos ahí, tenemos que soplarnos la dichosa cantaleta una, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y así hasta que se vomita del mareo que producen tanta promesa demagoga.

Lo peor, es que, como he dicho antes, hemos sido nosotros los que hemos pagando este derroche de creatividad publicitaria, que no se lo desearía ni a mi peor enemigo.

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