Cacería
Cuento de Isabel Valenzuela
Recuerdo esas horribles vacaciones. Papá puso en mis manos el rifle, y comenzó a dar indicaciones, mientras mis piernas se debilitaban y sentía los dedos entumidos.
“Ve a través de la mirilla, centra el objeto, tus piernas fuertes, en equilibrio… “
Era apenas una niña cuando pasamos esas vacaciones en la montaña con mis padres. Antes del amanecer salimos del albergue, mi rostro percibía el frío de la mañana. La neblina aparecía frente a mi con la ilusoria sensación de poder alcanzarla con mis manos. Papá nos dijo ese día que cazaríamos conejos ¿Cómo se le pudo ocurrir eso a papá? ¿Por ser militar acaso? Se había propuesto ese día enseñarnos a cazar a mi y a mis hermanos. Desde temprano les mostré mi desacuerdo. Empecé por alistarme despacito, prolongando lo más posible el tiempo de salida ¿cómo matar a esos peluditos blancos de ojos brillantes?
Escuché la voz seria y ronca de papá anunciando la salida. Desde la habitación grité que no encontraba mi calceta. Mamá no quería que se enfadara papá: fue en mi auxilio, él no soportaba los retrasos. Mamá me encontró en un extremo de la habitación. Al acercarse a mi, se dio cuenta que la calceta faltante la apretaba entre mi puño, tratando inútilmente de esconderla, pero la mano era pequeña. Me vio, suspiro condescendiente y poniendo un dedo en los labios en señal de complicidad, trató de calmarme. Extendió la otra mano pidiéndome la calceta. Se inclinó y con movimientos suaves me ayudo a ponérmela. Ella sabía lo que estaba pasando conmigo pero no podía hacer más ante las ordenes del capitán.
Salí de la habitación decidida a pedirle que no fuéramos. Pero a medida que me acercaba a la mirada impaciente de padre, mi energía fue desapareciendo, hasta desinflarse. Para cuando estuve frente a él, no pude hacer otra cosa sino rogarle, suplicarle que cambiara la manera de enseñarnos. Quizás uno de esos cartones de círculos nos vendría bien, sugerí. La pegaríamos sobre un árbol. Mi papá los usaba seguido para afinar su puntería.
Pero me topé con una cara de desaprobación, no le gustaba que le replicáramos, eso era ya en si una osadía que llevaría un costo. Quizá no podría salir a jugar toda una semana cuando regresáramos a casa. Pero no me importó entonces. No quería ver morir esos pequeños seres inocentes y mucho menos —me revolvía el estómago de pensarlo— comerlos cocinados por la cocinera de casa. Me horrorizaba pensar en el animalito lleno de sangre atravesado por una bala. Quizás, aconsejé, podríamos tirar contra la montaña, si, eso es, hacia la neblina. Esperaba yo, que la neblina sutil y esponjosa como es, escapara de la muerte.