Cultura

A la Cuesta China y más allá (2 de 2)

Por: José Luis de la Vega

Sin duda, algunos de estos poetas reunidos en “Besar de lengua”, ya tienen una voz propia. Tal es el caso de Tadeus Argüello (Querétaro, 1983), quien muestra esmero y dedicación en su propuesta. Sin embargo, me sorprenden algunos de sus versos, por el énfasis que pone en la búsqueda de imágenes pertinentes y el manejo de las palabras, más la sonoridad que incluyen. Por ejemplo, en el poema “Parménides”: “En el mar de la noche / crece el aire a través de las rocas / oscuros sedimentos rompen / esa ígnea cicatriz… // …negros caballos cortan el golpe de los cascos / la vía láctea es un sendero / lleno de honda superficie / el viajero descubre en su rostro / extrañas caligrafías que sólo al tiempo / le es dado su no permanencia desde el fuego // ninfas de rosados peplos…” (2011: 37). Y dije “algunos”, porque en otros de sus poemas apuesta al lenguaje coloquial, al que nos tiene acostumbrados –porque he tenido oportunidad de leer un poco de su producción–, como también lo hacen la mayoría de los poetas reunidos en la muestra.

Además, encuentro poemas que sin desdoro de las generaciones previas y de las que vendrán, podrían incluirse en una selección de lo mejor de la poesía queretana. Me gusta “A una chica material” de Mauricio Hernández Caudillo (México, DF, 1982). No puedo dejar de señalar, de Warpola, el poema titulado “Hay una calle en Madrid”, que me parece logrado, así como el escrito por José Jorge Ramírez Vásquez (Querétaro, 1992), que se titula “Matute (Doble tango)”. Lo mismo digo del poema de Adriana Ruíz Durán (Guanajuato, 1987), que aquí pongo a su consideración:

Le daba pena morirse

vergüenza de hacerlo frente a todos
y que en el momento menos oportuno
sucediera: que al derrumbarse y caer
en el piso, a mitad de la calle,
todo su cuerpo quedara en libertad,
olvidara la vida y mucho peor el recato,
la decencia, que se le salieran las lonjas escondidas
bajo la camisa, que se le vieran los calzones.

Me da pena morirme, decía frecuentemente
como si quisiera que sus amigos la rescataran de
aquel ridículo, la levantaran y dijeran a la gente,
no se fijen, sólo ha muerto,
y la llevaran lejos del murmullo, de la pregunta
quién es.
No sabría responder.

Paralizada por esa vergüenza insoportable,
que alguien la tapara con una sábana,
un periódico, con indiferencia o que la ignorasen,
que no vieran a los niños jugar
con sus dientes regados en el suelo
y a las palomas llevándose los cabellos para construir sus nidos.

Ha comenzado a llover
y la lluvia cae sobre tu cuerpo,
despinta tu cabello, los labios y las uñas.

Llueve tan fuerte como nunca
y no es necesario que alguien te levante y te aparte del ridículo,
de la vergüenza de morir a mitad de esa calle,
la más agitada que al final lleva a la plaza.

El aguacero es quien aleja a los niños, ahoga las preguntas,
ablanda tu rostro paralizado,
tieso más de muerte que de vergüenza.

Recuerdo mi infancia al ver tu cuerpo navegar
como un barco de papel a la orilla de la banqueta,
guiado por la muerte hasta el mar
a través de corrientes ligeras,
sobre las aguas de ríos urbanos.

Sé que llegarás a tiempo
para ver el anochecer sobre la playa (2011: 79).

Sea como fuere, estos escritores son nuestro futuro. Es necesario abrirles los espacios y apoyar su trabajo. La burocracia cultural debe otorgarles becas, enviarlos a congresos, encuentros de escritores, publicarlos y proyectar su talento creador sin pichicaterías, más allá de la Cuesta China. Así veremos resultados, no me cabe la menor duda. Y, tal vez, en su obra (de viva actualidad) nos veamos mejor de lo que somos.

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