Cultura

El Ché, de paso por México

En Tapachula, tras observar al muchacho desarrapado, las autoridades de migración le sellaron el pasaporte con una visa de turista FM5 que llevaba el número 59951 1. Era el día 21 de septiembre de 1954.

México era “lo nuevo”, lo desconocido. Nada vinculaba al personaje con el país de arribo, excepto una remota e intranscendente relación familiar. Su bisabuela Concha Castro había nacido en México a mediados del siglo XIX y perdió su fortuna durante la intervención estadounidense y la posterior anexión de una parte del territorio nacional. 

Poco después, ese joven médico argentino de 26 años apellidado Guevara, aún no conocido como El Che, junto con su recién adquirido compañero de viaje, el guatemalteco Julio Roberto Cáceres -conocido por sus amigos, enemigos y futuras historias como El Patojo- se sube a un nuevo tren. Este a su vez se dirige a la ciudad de México: hervidero temporal de los exiliados latinoamericanos (puertoriqueños independentistas, peruanos enemigos de la dictadura de Odri, apristas en su mayoría; venezolanos que estaban contra el gobierno despótico de Pérez Jiménez; cubanos moncadistas enfrentados al coronel Fulgencio Batista; guatemaltecos refugiados tras el reciente golpe de estado de la CIA; nicaragüenses antisomocistas que huían de las cárceles y las tortugas; exiliados dominicanos perseguidos por la dictadura de Trujillo). 

Le tomará menos de una semana ordenar las emociones para escribir una primera impresión:

“Me recibe la ciudad, mejor dicho, el país de las mordidas, con toda su indiferencia de  animal grande, sin hacerme caricias y enseñarme los dientes”. 

La palabra indiferencia es bastante exacta. Una marea de conservadurismo y apatía recorría México. El país había observado con absoluto desinterés, salvo contadísimas y honrosas excepciones, el golpe militar que la CIA acabara de protagonizar en Guatemala. El expresidente Lázaro Cárdenas había estado bajo el fuego de la prensa conservadora por atreverse a señalar públicamente lo que estaba sucediendo al sur de la frontera. El presidente Ruiz Cortines, con su apariencia de licenciado del pueblo, un poco bohemio y un mucho ladino, le daba una “manita de gato” al desastre social vestido de progreso que le heredaba el régimen del presidente Miguel Alemán. 

Guevara y El Patojo se instalaron en el centro de la ciudad de México, con un paisaje urbano impotente: la visión de los parias; la ropa colgada a brisa de la tarde; las interminables azoteas, con lavaderos y tanques de gas que podían contemplarse desde su cuarto de servicios subarrendado en un edificio de la calle Bolívar. La corte de los milagros, la tierra de las penurias. 

Mientras se dedicaban a buscar trabajo, porque nadan muy cortos de plata, Guevara se pone al día en su correspondencia atrasada. Sobre todo quitar angustias, dar noticias de sobrevivencia y salud a sus padres, a su tía Beatriz y a su amiga Tita Infante. 

Luego, se van hilvanando las primeras reflexiones sobre el país, el futuro, la supervivencia:

“Aquí también se puede decir lo que se quiere, pero a condición de poder pagarlo en algún lado: es decir, se respira la democracia del dólar”.

En sus cartas se habla, como siempre, de nuevos viajes, proyectos para ir de un lado a otro, como si la súper carretera, el freeway estelar, en el que ha vivido estos últimos diez años, fuera interminable porque las metas “no han cambiado, y siempre mi norte inmediato es Europa y el lmediato Asia; cómo, es otro cantar. De México, fuera de esta impresión general no le puedo contar nada definitivo, de mí, tampoco”.

En una carta a su padre añade Estados Unidos a la lista. “si me dejan”. Por ahora México es claramente una estación de paso, donde recuperarse de las heridas guatemaltecas, y para rellenarse de curiosidades. Aunque la prioridad guevarista, como en tantos otros momentos de bolsillo vacío, sigue siendo la supervivencia:

“Ya he andado en México los suficiente para darme cuenta de que la cosa aquí no será muy fácil, pero vengo con espíritu a prueba de balas”. 

Si la poesía es un espacio de intimidad, y el poeta, malo o bueno, cuenta en el poema lo que no haría en la crónica, la memoria o la correspondencia; si el posta o prospecto de lírico busca en su interior; los poemas del joven doctor Guevara en México dirán más de él que los ensayos. 

En uno de sus poemas titulados Autorretrato oscuro dice:

Estoy solo rente a la noche inexorable y acierto dejo dulzón de los billetes
Europa me llama con voz de vino añejo aliento de carne rubia, objetos de museo.
Y en la clarinada alegre de países
yo recibo de frente el impacto difuso
de la canción de Marx y Engels.

* Extracto del libro de Ernesto Guevara, mejor conocido como El Che, de Paco Ignacio Taibo II

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba