Postales europeas (3)
Por: José Luis de la Vega
Esta mañana salimos de Madrid, con dirección Norte, rumbo a país vasco. Tierra que vio nacer a nuestro héroe: Francisco Xavier Mina. Para llegar ahí, atravesamos Castilla y León, una de las 17 comunidades (más dos ciudades autónomas) que integran el Reino de España. Su capital nos despide con una postal de la Sierra de Guadarrama y sus blancas cimas. Cruzamos el río Duero, entre un paisaje rural con eventuales bosquecillos de encinos, sabinos, alcornoques y piñones. También, pasamos por un costado de las poblaciones de Aranda de Duero y Lerma. Tras una parada “técnica”, dejamos atrás la ciudad de Burgos y continuamos hacia la ciudad de San Sebastián, donde se realiza el famoso festival cinematográfico al que le da su nombre. En este trayecto, el paisaje se torna agreste y cruzamos algunas montañas, por medio de sucesivos túneles, hasta entrar en un bosque de pináceas. De vez en vez, van apareciendo poblamientos, a los que se llega mediante accesos asfaltados y bien señalizados. Las viviendas se miran como nuevas, pintaditas y frente a cada casa se ven automóviles relucientes. Algunas canchas de fut-bol tienen partido (es sábado), están empastadas y los equipos lucen uniformados. Grupos de personas rodean las canchas, bien vestidos y llevan paraguas, pues chispea.
En un momento dado, apareció el mar. Aquí lo llaman Cantábrico y no es otro que el Océano Atlántico, que también toca nuestras costas; sólo que allá le llamamos Golfo de México y Mar Caribe. También, se deja ver la bella Ciudad de San Sebastián. Nuestra guía española, Alicia, quien habrá de acompañarnos durante todo el recorrido, nos señala los restoranes famosos y el hotel en donde se han hospedado grandes luminarias del séptimo arte. Sofía Loren y Marcelo Mastroniani, por ejemplo. Nosotros caminamos hacia la plaza central, entre esporádicos chipichipis. Por uno de sus lados, encontramos un mercadito al aire libre, en donde se ofertan flores, quesos y semillas (frijoles negros). Nos adentramos en sus callejones, en busca de alimento. Todos los bares están llenos. La mayoría de las personas comen de pie, tapas y pinchos (bocadillos montados sobre un trozo de baguete y atravesados por un palillo con el doble de tamaño de los que conocemos) y beben cerveza. Cuando encontramos un buen lugar, nos informaron que había que hacer reservación. Acabamos en el bar que está en la esquina superior de la plaza, junto a la Catedral del Buen Pastor. Encontramos acomodo y comimos unos pinchos (Aurora pidió un pincho hamburguesa). Los míos, los acompañé con cerveza. Después, recorrimos el jardín sembrado de tulipanes y orquídeas, con un kiosco que lo engalana y que me obligó a recordar el del Jardín Zenea, de mi lejana Querétaro. Regresamos al lugar de reunión, atravesando un puente sobre el río Urumea y con una parvada de gaviotas cruzando el cielo plomizo, prolongamos nuestro camino hacia la Ciudad de Burdeos (Bordeaux).
En territorio francés, el paisaje se transforma. Campos cultivados, viñedos y secciones boscosas, aprovechadas de manera industrial. Cruzamos sobre diversos ríos, por la región de Aquitania; de vez en vez, aparecen los pinos “sombrilla” y los plátanos “de Oriente”.
Desde que llegamos a Burdeos, apreciamos una serie de edificaciones y plazas, cuyos monumentos hablan del orgullo de la población, por su historia. Con estampas de excepción a ambos márgenes del río Garona, la ciudad luce despampanante. Conserva importantes vestigios de su pasado medieval y de las sucesivas épocas que pasaron por ella.
Tras de acomodarnos en el Hotel Ibis, salimos a caminar por los alrededores y fuimos a dar a la Catedral de San Miguel, de impresionante arquitectura gótica, con sus torres puntiagudas y las múltiples gárgolas que exhiben. Frente a ella está el campanario, separado del templo y de similar estilo. La plaza que la rodea es un marco inmejorable para esta joya. De regreso al hotel, buscamos un lugar dónde cenar y, gracias a la orientación de una compañera de viaje, argentina (que, después, sabríamos que se llama Doli), dimos con un lugar que anunciaba sándwich y que en realidad ofrecía “tacos árabes”. Los dueños y administradores del lugar, una familia egipcia, tuvieron paciencia y, superando los problemas del lenguaje, logramos ordenar. A todos nos parecieron excelentes los tacos de tortilla de harina y apreciamos la gentileza de los anfitriones.
A la mañana siguiente, continuamos nuestro viaje con destino a Paris. Esta vez, por el valle de Loira, conocido como el jardín de Francia. En el paisaje rural se intercalan viñedos y huertos de árboles frutales, además de los castillos. Llegamos a Blois, ciudad que, en su parte más alta, tiene un Castillo Real de belleza impresionante, albergó a siete reyes y diez reinas. Está rodeado de jardines, desde donde se tiene una amplia panorámica del valle que le rodea. Después, no sin alguna dificultad, regresamos al lugar de reunión y reemprendimos el itinerario que nos lleva a la capital de la República Francesa.
Paris nos recibe con infinidad de grafitis al lado de la carretera y, desde el periférico, con la imagen de una gran ciudad plana, donde sobresale, a lo lejos, como una aguja, la Torre Eiffel. Acomodados en uno de los múltiples hoteles Ibis, que tiene “la ciudad luz”, salimos a buscar alguna iglesia, pues, por ser “Domingo de Resurrección”, doña Lidia quería escuchar misa. En los alrededores, sólo encontramos la antigua iglesia de San Saturnino, cuya misa fue por la mañana, como pudimos ver en el horario fijado en la entrada. De regreso, vimos un grupo de mujeres “gitanas” que se guarecían del frío, en una lavandería de autoservicio. También, pasamos por una tienda de abarrotes, en la que compramos provisiones y nos fuimos a cenar al hotel. Ahí, nos enteramos de algunas vicisitudes ocurridas a nuestros compañeros, como un error en la asignación de habitación y fallas en algún servicio. Por fortuna, a nosotros no. También, llegó una legión de jóvenes españoles, quienes inundaron el quinto piso.
Por la mañana del día siguiente, iniciamos una visita panorámica a la ciudad, cuyas bellezas fueron presentadas por una guía francesa que a cada tanto decía que “ahí vive gente que puede gastar un millón de dólares diarios”. El París que yo vi es un escaparate de monumentos y edificios, de instituciones y personajes que son vitales en la historia de Occidente. La Avenida de los Campos Elíseos, el Campo Marte, la Universidad de la Sorbona son testimonio de la importancia de los galos en la conformación del sistema mundial capitalista y en la geopolítica actual. Si embargo, paladines de la libertad, igualdad y fraternidad, a los franceses, su pasado colonial los persigue. En cuanto descendimos de nuestro transporte, una veintena de hombres africanos nos ofrecieron su mercadería: pañoletas, llaveros, etcétera. De ahí hasta el Museo de Louvre, antigua residencia de los reyes de Francia, de grandilocuente imagen del estilo barroco. Decidimos no entrar (la fila era interminable) y, después de fotografiarnos frente a las pirámides de cristal, emprendimos un paseo por el Jardín de las Tullerías (Le jardin des Tuileries) , ubicado donde estuvo el palacio del mismo nombre, entre el museo y la Plaza de la Concordia. Aprovechamos el tiempo en recorrer las calles adyacentes. Sobre todo la rue Rivoli, donde visitamos el edificio Benlux, la tienda de perfumes en la que Aurora nos convenció de comprarle uno. Después, curioseamos las numerosas tiendas de recuerdos, que están abiertas bajo sus portales. Y la siguiente cuadra, con el mismo panorama. En una de estas tiendas encontré un encargo de Marco, quien me vende La Jornada: una camiseta del Paris Saint Germain. Un español, dueño del negocio, nos atendió con amabilidad y me dio un precio que ni en sueños vi. Retornamos al Ibis, tomando el metro, no sin vicisitudes aterrizamos en La porte de Italy. Ahí, preguntando, dimos con un restaurante que resultó ser de unos kurdos y en el que yo pedí cordero (bueno) y una cerveza (regular). Por los alrededores, Adda buscó inútilmente un convertidor para su lap top.
(Continuará)
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