Desencuentro en la Condesa
Mi esperanza de conocer a José Emilio se va muriendo mientras me imagino que me abre alguien totalmente desconocido para negarme que alguna vez haya sido ese el hogar de José Emilio Pacheco
Por: David Eduardo Martínez Pérez
Está nublado y el frío se siente sobre Paseo de la Reforma. No lejos de aquí, maestros y estudiantes de toda la República “festejan” la Independencia con una megamarcha hacia el Monumento a la Revolución. Los acompañan anarquistas, ecologistas e incluso varios contingentes de travestis y lesbianas. Todas las resistencias juntas.
No caben separaciones ni moralinas sentimentales. Lo único que cabe es la lucha, tambores de guerra que son sus pasos sobre el asfalto.
Me gustaría acompañarlos. No puedo. Quiero decir que sólo puedo hacerlo un rato. No sé cuándo volveré al D.F. y me gustaría ir con una de las voces que han hecho posible que esta ciudad sea cuna de tantas resistencias.
Abandono la marcha en Eje 2 Poniente y camino hacia el sur, el alegre sur. Las consignas y los gritos de protesta poco a poco se diluyen entre pequeños castillitos de tejas rojas que quedan en pie como los únicos testigos de tiempos mejores para este país.
Las calles huelen a Alemán y López Mateos. Boleros fantasmas circulan entre las esquinas que ahora son cafés gourmet y agencias de diseño gráfico. Al llegar a la Avenida Oaxaca me sale al encuentro el Parque España con su enorme (y fea) Iglesia de la Coronación de Guadalupe.
Hay que seguir caminando. Hacia el sur, siempre hacia el sur que ya falta poco. Media hora, quizá cuarenta minutos. La dirección la traigo apuntada en una mano: “Reynosa 63 esquina con Choapan”.
Cuesta imaginar cómo será su casa. Por dentro la he visto en un par de fotos. Llena de libros. Corrijo. Hecha de libros. Papeles y letras por todas partes. Sin pared libre ni mueble que pueda usarse. A penas con el espacio necesario para que él y su esposa Cristina puedan hacer una vida más o menos normal.
Mientras camino no puedo evitar el cachondeo mental. Mi cabeza fabrica fantasías en las que platico con el erudito que produjo algunos de los mejores ejemplos de literatura mexicana.
¿Qué le puedo preguntar a José Emilio? ¿Cómo puedo quebrantar su timidez de poeta, de místico social que se esconde tras el papel impreso?
Avanzo por la avenida Tamaulipas. Cruzo Alfonso Reyes y a lo lejos veo la sombra de quien fuera otro de los grandes literatos mexicanos, el que da nombre a esa calle.
¿Qué tiene la Condesa para que la habiten tantos escritores? Aquí murió Reyes pero también De la Peña. Aquí estuvo Leñero, fumando hierba con Elizondo en su departamento en el Parque México.
El mismo José Emilio hizo de estos rumbos el habitáculo de numerosos personajes. No lejos de aquí Carlos se le declaró a Mariana y es en una de estas calles donde una madre burguesa llora al hijo que le robó el emperador Maximiliano.
Plumbagos y jacarandas son aquí dueños de las esquinas. En una de esas esquinas es donde encuentro lo que busco. Reynosa 63, esquina con Choapan. La casa es grande, aunque sencilla en comparación con otras que hay en la colonia.
Es un palacete colonial californiano, con sencillas tejas rojas en el techo y paredes que recuerdan a la monotonía rojiblanca de los pueblos mexicanos. Una buganvilia le hace segunda a las paredes en su juego provinciano.
Hasta pareciera que no estamos en una metrópoli y que el tráfico de Benjamín Franklin o de Patriotismo, apenas a un par de cuadras, pertenece a una realidad en absoluto ajena a esta esquina donde lo que se respira es el pasado, el pasado habitado por el polvo y el papel.
Las piernas tiemblan, ¿cómo no van a temblar? Cuesta trabajo tocar sobre el enorme zaguán negro enmarcado por un letrero de “no estacionarse”, al parecer José Emilio maneja.
La verdad, me cuesta creerlo. No me lo imagino metido tras un volante. Más bien creo que la que maneja es Cristina, aunque la verdad no sé. No se ve que haya mucha vida en esa casa. El silencio se vuelve la norma ¿Qué otra cosa puede salir de la casa de un poeta? En el segundo piso, una breve luz se las ingenia para escurrir por una ventana.
Toco. Me armo de valor y toco. Esa luz es esperanza. Alguien debe estar dentro de la casa.
Mientras espero a que retiren el zaguán, pienso en escenas posibles. Me abre Cristina, me rechaza. Me abre Laura Emilia, me rechaza igual. O me abren las dos y me dejan pasar mientras me ofrecen café o un refresco y José Emilio baja con algún libro bajo el brazo citando a Borges o a Monsiváis, o hablando sobre lo que sucede en este país tan lamentablemente violentado.
Ninguna de estas cosas sucede. Vuelvo a tocar y no obtengo ninguna respuesta. Mi esperanza de conocer a José Emilio se va muriendo mientras me imagino que me abre alguien totalmente desconocido para negarme que alguna vez haya sido ese el hogar de José Emilio Pacheco, tal como le sucede a Carlos en las últimas páginas de Las Batallas en el desierto.
Por suerte esto no pasa, pero tampoco pasa lo primero. Nadie abre nunca y la noche empieza a hacerse dueña del Distrito Federal.
Con un cigarro en la boca decido que es hora de irme. Mientras, doy un último vistazo a la ventanita de arriba. La luz sigue. Una ráfaga de viento agita el cristal y me cubre la cara de polvo. Nadie cierra la ventana.
El polvo sencillamente circula y me rodea mientras descubro que sale de la ventana, de los libros, puro polvo de papel. El polvo en que se convirtió mi oportunidad de conocer a Pacheco.
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