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Dormir a la intemperie

Indigentes habituales y familias indígenas pasan la temporada navideña durmiendo a la intemperie

Por: David Eduardo Martínez Pérez

El frío se siente desde hace tres o cuatro horas. Hay 12 grados de temperatura. Bajo la luna llena quedan decenas de personas que deambulan por el Centro de un lado a otro.

Algunos, en Plaza de Armas, admiran la decoración navideña y se dirigen a los restaurantes y cafés para tomar un capuchino, un capuchino caliente. Otros, los miran desde el suelo, recostados sobre cartón frío y duro, para ellos no habrá capuchino.

Son aproximadamente 30 y se arreglan como pueden para acomodarse en los portales que limitan con el Café Marrón, el Mesón de Santa Rosa y otros establecimientos culinarios. Algunos son habituales en esa zona de la ciudad, pero en su mayoría son familias completas que vienen para vender mercancía durante la temporada navideña.

A pocos metros de las lujosas camas que aguardan a los turistas que vendrán a vacacionar en un “Querétaro seguro”, una familia otomí se prepara para pasar la noche.

La madre, una mujer morena y delgada, acomoda su canasta con cigarros y dulces sobre la barriga de uno de sus niños. Luego llega el padre, trae una botella de aguardiente y una cobija que lanza sobre su familia. “Pa´ que se tapen”, les dice.

Otra familia, también del municipio de Amealco de Bonfil, descansa entre su colección de cazuelas y cochinitos de barro. Los tres niños, dos hombres y una mujer, tiemblan de frío y se pelean por la protección de una sábana muy maltratada.

La madre contabiliza lo que ganó ese día y lo guarda con mucho celo entre sus pertenencias. Junto a ella descansa la abuela, que está descalza.

A diferencia del caso anterior, esta familia indígena no cuenta con ningún adulto varón que vele por ella. Son las dos mujeres las que deben hacer frente a las inclemencias del frío que “está más duro que en otros años”, según la madre de familia.

No todos cuentan con la suerte de alcanzar un lugar bajo los portales. Sobre la calle 5 de mayo, una mujer joven trata de acurrucarse con su canasta de dulces y un niño en brazos.

— ¿Qué tal el frío, señora?

— Duro

— ¿Tiene con qué taparse? ¿Con qué tapan al niño?

Silencio, mirada hostil, como si la pregunta llevara implícito el cinismo.

La diferencia entre las familias indígenas que duermen a la intemperie y quienes recorren la calle abrigados es abrumadora. Poca gente parece notar a los que duermen en el suelo. Sólo muy de vez en cuando se acerca algún despistado para comprar un cigarro, nunca un caramelo, sólo un cigarro en medio de la oscuridad y el frío.

Más arriba, dónde empieza el andador Venustiano Carranza, un hombre duerme sobre un par de cajas abiertas. Como si fuera un peluche o un amigo, atesora entre sus brazos una botella de Tonayán. No lleva zapatos, sólo calcetines que destacan sobre el pavimento frío. Es afortunado. Algunos ni siquiera tienen esta prerrogativa.

Es el caso, por ejemplo, de los grupos de mujeres de la tercera edad que se acurrucan entre sí en un lugar diferente: el portal de la tienda Del Sol. Todas ellas van descalzas, sus pies duros, ásperos de tanto andar, han quedado fuera de la diminuta cobija que las cubre a todas.

A su edad son vulnerables a muchas enfermedades, enfermedades respiratorias, pero no importa. Ellas pasarán la noche aquí, descalzas, con el frío subiendo sobre sus pies, con el frío no sólo del adoquín ni del aire sino de la gente que pasa sin apenas notar que ellas no tienen zapatos.

Por el andador 16 de septiembre, el que aparece es un niño. Se acerca a la gente y les pide para un taco.

— ¿Cómo te llamas?

— Martín

— ¿Y de dónde vienes?

— De Guerrero.

Martín viene de Olinalá, en el estado de Guerrero, al igual que casi todos los que vienen con familia, sólo está aquí para trabajar durante diciembre. Su trabajo consiste en ayudar a su mamá, que es vendedora de artesanías. En cuanto pase la temporada, regresará a su municipio; por ahora duerme en la calle.

“En los albergues nos tratan mal”

Más hacia el poniente, en la zona del Jardín Guerrero, quedan pocos indigentes. La mayoría son habituales aquí y no tienen familia. Por lo regular se trata de hombres adultos, como José Luis, quien llegó de Puebla hace cuatro meses con la esperanza de encontrar trabajo como albañil, aunque de momento está desempleado y se dedica a beber en la calle.

José Luis duerme en la vía pública, pero no en esa zona, ahí sólo va para “dar el rol”. Su lugar de descanso es el portal que se encuentra entre las calles de Corregidora y Pino Suárez, ahí comparte lugar con varios “teporochos de siempre”, es decir, indigentes habituales de la ciudad.

Dice que la mayoría se niegan a ingresar en un albergue porque los tratan mal y además son sólo para personas adictas a las drogas, según él.

Los “teporochos de siempre” se acomodan más hacia el lado de Corregidora, en ese mismo portal pero hacia donde está el puesto de tacos, casi llegando al Jardín del Arte, vuelven a aparecer familias, como en Plaza de Armas. Casi todas las mujeres llevan canastas de dulces y cigarrillos.

Si uno trata de acercarse para conversar con ellas, lo miran con hostilidad desde el principio. Les han quitado su casa, su hogar, les han quitado el calor y la comodidad. Sólo les queda su dignidad y su silencio, con el que soportan el frío a escasas tres cuadras del Palacio de gobierno y dos de la iglesia de San Francisco.

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