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La cuna de la conciencia social

Por: Rafael Vázquez

Una barda blanca se yergue a la mitad del camino; letras como bengalas encendidas refulgen esplendorosas resguardando el orgulloso talante de sus estudiantes, el portón negro que limita la entrada se encuentra rodeado de cerrada vegetación que se funde en el camino de tierra.

Un grupo de mujeres sentadas en sillas de plástico plegables echa una mirada rápida al pequeño contingente que desafía sus puertas. Uno a uno abandonan la camioneta y se estremecen de saberse en el territorio sagrado que se encuentra debajo de sus pies: “La cuna de la conciencia social” se encuentra frente a ellos.

Son “los locales” quienes se acercan con las mujeres y tras un breve intercambio de palabras les piden que se aproximen a la entrada. Apenas traspasar es sorprenderse con lo impecable del lugar: caminos bien trazados, pisos pulcramente barridos, las humildes construcciones marcadas con leyendas, dibujos, historias, placas… recuerdos.

Una constante hasta ahora; la imagen presente en salpicones de una tortuga: “Como la justicia —rezaría un mural— lenta, pero implacable”. Del lado derecho se alza un vasto casco de hacienda, cuya fuente manó inspiración para crear el escudo que ahora representa al sitio; en tal lugar se encuentran las oficinas y los libros, apartados del hervidero que se encuentra en la parte baja del monte.

Apenas entrando, se siente la mirada en el hombro de dos jóvenes pintados sobre un libro en la pared, que preguntan con sus ojos serenos: Hola, peregrinos ¿hasta cuándo?

Son Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús, asesinados a balazos por la policía federal y estatal de Guerrero, el 12 de diciembre del 2011, por cerrar la autopista del Sol. Sí, en México se paga con la muerte obstruir una carretera y sólo con arraigo y unas palmadas la desaparición forzada de personas.

Siguen caminando todavía abofeteados al toparse, por primera vez, con la matanza en su país por el lujo de disentir, y de pronto, al llegar a la cancha principal, techada con lámina y sendos pilares de metal, pega la realidad de un país conmocionado: flanqueando el sitio se encuentran mantas de todo tipo: dibujos, frases, impresiones, collages furibundos y rostros inciertos de estudiantes que podrían ser el de cualquier jovencito de cualquier barrio o comunidad del país.

Los mensajes de apoyo vienen con igual cantidad de amor y solidaridad con la Normal, que con crítica decisión a la ralea del gobierno. ¿Qué Estado es aquel que asesina a sus hijos más pobres, más necesitados, más apartados y beneficia con millonarias dádivas, reconocimientos e impunidad a los más abusivos?

Caminan entre un grupo de hombres y mujeres que los reciben tranquilos. Se dan las respectivas presentaciones: “Estos muchachos vienen de la Universidad Autónoma de Querétaro, vienen a hablar con ustedes” y a todos se les hace un nudo en la garganta. Cuentan pormenores de lo que todos saben: cómo fueron sustraídos, la agonía de los días que pasan y la ineficacia gubernamental en el caso; hay un timbre de esperanza cuando hablan de los forenses argentinos, hay confianza en ellos. Intercambian palabras, pero uno de ellos sólo siente una fuerte punción en los oídos, se ha quedado sin nada qué decir y todavía se encuentra absorto de estar en la Normal.

Se les entrega a los padres un cartel firmado con cariño y buenos deseos de estudiantes de Querétaro que se les muestra con el mejor talante posible. Todos están destrozados, vulnerables y se preguntan: ¿cómo pueden los padres vivir en ésta zozobra que a nosotros nos cala, nos apachurra y nos hela el alma?

Él no puede reprimir las lágrimas y se percata que son compartidas con los compañeros que acaban de llegar; rápido, se las limpia avergonzado: bonita “fuerza” venía a darle a los padres que están buscando a sus hijos.

“Éste es mi hijo, Bruno —dice una señora señalando una fotografía pegada sobre un pupitre— mi muchachito acaba de cumplir 18 años… somos de Tecuanapa, una familia sencilla de campesinos. Él quería estudiar, quería mejorar la situación del pueblo, allá nos falta todo, oiga, pero él siempre decía que por eso iba a estudiar, para decirle a la gente que ya no se dejara…” y aunque sigue hablando la señora, él prefiere dejar de escuchar y se aleja con el corazón compungido y con crecientes ganas de llorar.

Unos metros más adelante se le estremece el alma; acomodándose el desgastado sombrero y la chamarra de mezclilla, marcado por las arrugas de la edad y con piel morena curtida por el sol, lo mira directo a los ojos y le dice: “yo tengo uno, pero, fíjese, hay familias que tienen hasta dos, ahorita no ésta la señora, se fue con las caravanas, pero a ella le llevaron a sus dos chavos”. Sin poder eludir a la realidad que le viene a bofetear la cara tan directamente, por primera vez desde que llegó abre la boca y trata de decirle algo que no suene tan torpe:

—¿De dónde es usté, don?— pregunta el peregrino recién llegado.

—Yo soy de la región de la costa chica… yo como quiera, mi señora está allá y cuida la cosecha. Hay un padre que no tiene a nadie más que a su hijo, así que trabaja el campo, viene y nos pregunta si ya aparecieron, a veces se queda, pero luego otras tiene que regresar a trabajar el campo o si no se le arruina la cosecha y no come en todo el año; ahí va siempre camine y camine… ¡Hay muchas necesidades! Pero, pues, seguimos buscando aquí a nuestros hijos… el gobierno quiso darnos dinero pero, ¿cuánto cree que vale la vida de nuestros hijos?

Él asiente con la cabeza y sin poder comprender o sentir un ápice de la realidad en la que vive una gran parte de la población mexicana, se le borran de nueva cuenta las palabras y no articula ya ni un sonido.

Camina un poco para poder respirar y los ojos de los murales no le dan tregua: el Che, Lucio Cabañas, Genaro Vázquez, Marx, Lenin, encapuchados zapatistas, Túpac Amaru y otros cientos y cientos y cientos de hombres que han vivido y muerto tercos en denunciar los atropellos de miseria en los que generaciones y generaciones de hombres y mujeres han vivido.

Respira.

Unos compañeros leen las mantas, otros encienden las velas de un pequeño altar improvisado a la mitad de la cancha y otros se acercan a las fotografías de Alexis y Gabriel; pero también acompañando en el tributo a un país que no se sacia de sangre, están las fotos de Julio Cesar Mondragón “el chilango”, el joven cuya fotografía en la que aparecía desollado inundó las redes sociales (“…dicen que le hicieron eso por escupirle a un policía”, les dice un jovencito que anda por ahí con cierto aire de orgullo por la valerosidad del normalista) y también se encuentran diversas fotografías de Daniel Solís y de Julio Cesar Ramírez, asesinados por la policía la misma noche. Y él comprendió entonces la gravedad del asunto: “Al menos nosotros tenemos certezas, un lugar dónde llorarles”, recuerda la declaración que había leído de los familiares de los normalistas que habían fallecido en el enfrentamiento del 26 de septiembre.

Advierte el peregrino que el problema es justo ese: la desaparición, el desgaste emocional de la incertidumbre, la duda que carcome a las familias, a los amigos, a los compañeros y a la sociedad que se estremece de la posibilidad de irse sin dejar un solo rastro, un cuerpo presente qué llorar, un homenaje a la partida, una misa que recuerde, libere y sublime las lágrimas al sitio desconocido al que todos un día viajarán. Las lozas que cargan las familias de los 43 normalistas y de los miles de desaparecidos en el país es ese: ¿cómo llorarle al ausente sin condenarle a la muerte?, ¿cómo aceptar la mutilación de una familia cuando no hay certidumbres de una ausencia definitiva?, ¿cómo se supera un dolor de esta magnitud? Recuerda las palabras de un padre al que le arrancaron a su hija en Querétaro: No se supera nunca ese dolor, se aprende a vivir con él, que es muy diferente.

Y de pronto se siente como un punto que a la lejanía es la nada misma. La Normal de Ayotzinapa tiene la virtud de hacer sentir que se es nadie, pero que en esa negación del ser, dentro de la colectividad, dentro del yo soy porque tú eres, se tiene poder… mucho poder. Suprimirse como individuo y abrazarse con los padres fue comprender el único favor pedido: “No nos dejen solos”, porque mientras están todos juntos son algo, se puede hacer algo, un punto sólo en un plano no revoluciona; una decena de puntos, cientos de ellos, miles, son capaces de plasmar todas las obras artísticas, todas las ideas, todos los deseos… la conjunción de cientos de miles y millones de puntos son los que moldean a la historia de la humanidad misma.

Perdido en sus pensamientos es interrumpido por un amigo y lo invita: déjame te enseño la escuela.

Caminan entre los bien cuidados salones y pasillos. “Aquí todo está así porque sus alumnos dirigen la escuela, no los maestros o los directivos. Ellos se encargan de su aprendizaje, de tener todo en orden, de gestionar espacios, de compartir enseñanzas ¡hasta de buscar recursos que el gobierno no les da para la escuela!”, y por primera vez sonríe: ¡Esto es de locos! —piensa— con razón el gobierno quiere suprimir esta realidad, ¿una escuela en la que no se impone el modelo autoritario de un profesor persiguiendo a sus “burros” alumnos para casi-casi obligarlos a que aprendan?, ¿estudiantes exigiendo más clases?, ¿educandos demandando mayor compromiso?, ¿un proceso conjunto en el que se aprende a saber y a hacer?, ¿eso no sólo existe en países de “primer mundo”?, ¿a poco en una escuela jodida, llena de campesinos en la mitad de la nada son así?…

Y se reprende a sí mismo: Sí, y lo estás viendo con tus propios ojos.

Llegan al comedor y le dice su compañero: “Aquí no se le niega la comida nunca a nadie: comen los normalistas, come la gente del pueblo que no tiene qué comer, los invitados de afuera y todos los que quieran. Los mismos chavos cultivan y producen su comida y tu verás, comen bien —le dice mientras le sirven en su bandeja unos chilaquiles, frijoles, queso y le ponen una botella de agua—. Cuando hay más hambre, todo lo que se ve en la tele que toman de los camiones y se decomisa, se va y se le reparte a la gente que no tiene nada…” y mientras está contando, lo interrumpen y se aleja, dejándolo momentáneamente solo con su bandeja. Ve justo frente a sí, en una mesa solitaria, al viejo de chamarra de mezclilla con el logo de la Normal rural y su sombrero al lado. Ahora comprende por qué se había impresionado tanto: se parece mucho a su abuelo. Se acerca y se sienta con él.

La charla se extendió por un buen rato, le habló de su esposa en la costa, cultivando de sol a sol la flor de la jamaica; le contó de sus otros muchachos, migrantes que le mandaban todo el cariño y fuerza desde el otro lado de la frontera; le platicó de su hijo, al cual le había suplicado que no siguiera estudiando y la firme convicción de su muchacho “flaquito y chaparro” que pasó la dura prueba que les ponen a todos los aspirantes a la Normal: una semana de arduo trabajo en el campo, en las labores de la cuidado de la escuela, en el estudio, en los duros catres de los dormitorios en los que tienen derecho nomás a una porción de piso; en resumen, una prueba de vida para mostrar su convicción de querer seguir estudiando.

Y en unos minutos, con la claridad y sensatez que da la experiencia de la vida, hizo un análisis sobre los medios de comunicación en México: “Aquí vienen muchos reporteros, pero principalmente extranjeros, ellos sí nos graban, nos preguntan, apagan la cámara y conviven aquí… otros… ¡esos de Televisa! —reprocha— nos andan mate y mate a los muchachos, que ya aparecieron aquí en una fosa sus cuerpos, que ya están en otra, que si eran delincuentes… ¡habrían de ir a ver a nuestras casas! puro campesino bien pobre, puras familias que apenas si sacan lo del día. Esos no informan, no más dicen lo que quieren oír sus patrones”.

Terminan la comida ambos hombres y el joven le da un abrazo al viejo, que es respondido de forma confusa; el joven se aparta un poco, visiblemente apenado por el impulso, y el viejo le da una palmada en el hombro a la vez que le dice: “Muchas gracias por venir”. Le regresan las ganas de llorar.

Para entonces se percata de la hora y sabiendo que el pequeño grupo en el que viene se tiene que retirar, respira por última vez el aire de la Normal, preguntándose cómo va a compartir esta experiencia para intentar seguir moviendo conciencias y tocando corazones.

Se siente profundamente lacerado y rabioso por este México que mata a sus mejores elementos, a los hijos que quieren más a su patria, a su gente, pero también se siente seguro y en paz: todavía hay esperanza, piensa ¡oh, patria querida! que el cielo un normalista en cada hijo te dio.

Se retiran y por la ventana lee de nuevo: “Ayotzinapa, cuna de la conciencia social”, y recapacita… el muro de la entrada no estaba exagerando.

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