Mi Papá
Un cuento de Regina Nava- Böhnel
EDICIÓN ESPECIAL
Mi padre nació en 1901 como el segundo varón compitiendo con su hermano, dos años mayor y favorito de su madre. Desde mis primeros recuerdos me impresionó su figura. Perfectamente afeitado y con su cabello blanco peinado hacia atrás, con aroma a lavanda. Su rostro serio, enmarcado con unos rígidos lentes de marco negro cuadrado, para aguzar la mirada en busca de la perfección contable y los errores de sus vástagos. La herramienta que le permitía esconderse detrás del periódico durante el desayuno, comida y cena, o antes de dormir sumergirse en la lógica de los detectives de novela. Impecablemente vestido con trajes de casimir a la medida y zapatos brillantemente boleados. Alguna vez se quejó de que no tenía corbatas, conté 567 pero ninguna a la moda de los sesenta.
Sus manos firmes y los dedos incansables, capaces de una hermosa caligrafía, con los callos envolviendo lápices y plumas por la escritura de años y años. La forma en que su mirada seguía al lápiz por encima de las columnas de números a todo lo largo de la página, hasta alcanzar la suma perfecta y más veloz que las ruidosas sumadoras.
La blanquísima piel que descubría cuando íbamos a nadar. Su gran panza lograda por años de estar sentado detrás de sus escritorios, el de la oficina y el de casa. La mejor evidencia de su preocupación por proveer a su familia, tal y como lo había hecho su propio padre.
Y las piernas más fuertes que jamás he visto, músculos de ilustración de libro de anatomía. Y justo las que fallaron con ese resbalón en las escaleras de granito de la casa. Que lo mandó a cirugía de cadera, para permanecer en forzosa jubilación y rehabilitación los últimos cuatro años de su vida. Dependiendo de los cuidados de sus hermanas solteras y de enfermeras. Se fue evaporando su gran energía, la que mostraba sobre todo cuando se enojaba, que invariablemente reprimía dentro de su violencia interior en silencios que duraban meses.
Durante los años enfermos advertí las distintas etapas: un entusiasmo por la terapia, la frustración por no mejorar a pesar de todos sus esfuerzos hasta que se encontró el diagnóstico definitivo: una hepatitis derivada de la transfusión. La aceptación consciente del dolor de su dependencia y vulnerabilidad, la resignación y la espera para despedirse de su cuerpo desgastado a los 88.
Mi papá me dejó sin responder cientos de preguntas. Desde siempre, un celoso guardián de secretos: cuando le pregunté sobre la foto de su boda con mamá. Años después supe que habían vivido juntos y procreado tres hijos, sin que él avisara a sus propios padres, y que cuando éstos se enteraron, lo reprendieron muy severamente y los obligaron a casarse por lo civil.
Mis tres hermanas y hermano mayores, con una ligera envidia, siempre me señalaron el cambio de personalidad paterna respecto a ellos, con una distancia severa, autoritaria, rayando en la ausencia, y hacia mí, que nací diez años después y que a mis tres, murió mamá. Ese padre viudo que decidió permanecer solo y organizar la vida de sus hijos, con el apoyo de una de sus hermanas para mis cuidados tempranos.
Posiblemente por su difícil infancia interrumpida por la Revolución Mexicana, mi papá regía su vida a fuerza de rutinas: siempre los domingos comer con la familia; de lunes a viernes, salir al trabajo a las ocho y media, regreso a las dos, comer y a las tres salir al turno vespertino hasta el regreso a las nueve de la noche. Entre mis tres y cinco años me llevaba los domingos en la mañana a Chapultepec.
Durante mi primaria y secundaria, los sábados en la tarde íbamos juntos al cine y a veces después de la función a alguna librería. Cuando aprendí a leer me regaló “El Principito”. En mi adolescencia busqué mis propias actividades, para descubrir mis costumbres. Antes de terminar mi carrera secretarial me invitó a su oficina para practicar los viernes en la tarde. En las noches me invitaba a cenar, enseñándome los secretos del buen comer y tomar vino; algunos viandantes sospecharon que él fuese un rabo verde, “a-estas-alturas”.
Nos enseñó a hacer amigos en los libros; a mantener siempre en orden nuestros papeles, llevar las mejores relaciones con la burocracia. La honradez, puntualidad y disciplina eran los ejes para regir la vida. Fue un padre mucho más participativo y amable con el personal de su oficina; entregó como padre sustituto a algunas secretarias en el altar, prodigaba útiles consejos, se mostraba solidario.
Pagar los salarios y respetar los derechos laborales le ganaron la lealtad del personal durante los treinta años dirigiendo la gerencia contable.
Con gran capacidad para mantenerse actualizado, desde que en la escuela aprendió sobre la indivisibilidad del átomo, desmentida con las mortales explosiones de Hiroshima y Nagasaki. Amaba la música clásica y la ópera, tal vez con la misma intensidad que yo dedico al rock. Disfrutó en la televisión los toros, el futbol y la época de oro del cine mexicano. La única vez que lo vi llorar fue con “Love Story”, en la tele nueva a color.
Como herencia me quedé con un par de plumas fuentes y la adicción a usarlas; la pasión por los libros y llenarme de datos culturales; unos juegos de mancuernillas; las iniciales de su nombre se repiten en los nombres de mis hermanos y míos. De vez en vez me descubro repitiendo ciertas de sus manías o gestos, una cierta inflexibilidad, el gusto por consentirme, su irónico y agudo sentido del humor. Así lo llevo conmigo y transmito a mis hijas.