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Pequeña reflexión sobre una muerte anunciada

Por: Rodrigo Castañeda

@drniebla

Podría comenzar: aquella mañana de lunes, Santiago Nasarera el único que no sabía lo queestaba por suceder en el pueblo pero, a estas alturas del mes, eso ya es un lugar común.

Podría entonces hablar de cómo hemos perdido a uno de los grandes de las letras y por ello todos vamos a sufrir, no de cien años de soledad, sino de cien años de crepúsculo. Pero eso sería caer en fatalismo; igual y entonces podría hablar de los mayas, del fin de los tiempos o del cólera.

Podría hacer un recuento de las obras de García Márquez, comenzar por las más populares, seguir con las de los nombres más rimbombantes, terminar con las tres que leí  y hacer hincapié en que son las más desconocidas, por lo que yo soy más intelectual que todos ustedes. Podría hacerlo.

Mejor, en lugar de comenzar esta colaboración con esas frases huecas, comenzaré con otra frase igual de hueca pero más peligrosa. La frase que solo los tíos impertinentes dicen durante los velorios: “qué bueno que se murió”.

Por supuesto que una parte de mí lo dice por el agresivo cáncer que lo atacaba. No le deseo eso ni a mí peor enemigo, ¿por qué se lo voy a desear a alguien a quien admiro como periodista y respeto como escritor? Qué bueno que ya no sufrió. Eso por un lado, y por el otro, qué bueno que se murió, porque la muerte, la censura eclesiástica o los secretarios del trabajo, son la justicia de los escritores, de aquellos que caen en el limbo escolar o son desconocidos para las generaciones nuevas; ellos volverán a vivir en las librerías, se les volverá a leer, se les hará justicia.

“Pero perdimos a Gabo”, dirán muchos, mas con total honestidad no perdimos nada. Lo perdieron su familia y sus amigos. Ellos, los que conocían a García Márquez y le hablaban los domingos para preguntarle cómo estaba; ellos lo perdieron, nosotros no. Nosotros nos quedamos con el García Márquez que conocimos, porque las letras se quedan, no se diluyen con la muerte, y mientras se sigan contagiando tendremos autor para rato.

Y tampoco es como dicen muchos “es que se están muriendo todos los grandes escritores”. Grandioso, porque estamos atados a una bola de escritores momificados, que si bien sí son grandes, la verdad es que no son los únicos. García Márquez no es el único escritor que abrevaba de lo fantástico o del realismo mágico, Paz no fue el único poeta, Pacheco no tenía el monopolio de los desiertos, ni Benedetti del amor. Sí, fueron grandes en ello, y sí, pesa que no volveremos a leer nada nuevo de ellos; pero tampoco es como que lo hiciéramos últimamente; si somos honestos ¿Cuándo fue la última vez que leyeron algo nuevo de alguno de los mentados? Hace mucho que dejaron de escribir, y si no lo hicieron cabe la posibilidad de que haya pasado lo que pasó con Fuentes, que muchos deseamos que dejara de hacerlo mucho antes.

El otro día leí, en alguna revista de cuyo nombre no puedo acordarme, sobre cómo no había en esta época de crisis un nuevo Steinbeck. Me dieron ganas de agarrar el monitor de mi computadora, ir a sacar un pasaporte, comprar un boleto de avión, registrar el monitor como único equipaje, aterrizar en La Guardia, tomar un taxi, llegar al departamento del autor, llamar a la puerta y en cuanto me abriera reventarle el monitor en la cabeza y gritar: “Steinbeck solo hubo uno, y si viviera ahora seguro escribiría  Hora de Aventura. ¡Tarado!

La verdad, y tengo que ser honesto, si algo son los “grandes escritores” es un tapón. Un dique que evita que escritores jóvenes puedan llegar a ser grandes. La voz de aquellos “grandes escritores”, fue la voz de su generación, más en muchas ocasiones ha servido para extinguir o hacer menos la voz de  otras generaciones. “Es el nuevo Paz”, “el nuevo Fuentes”. ¡Carajo! ¿No puede ser el nuevo Él?, ¿tiene que vivir bajo la sombra de otros?, porque si nos vamos a esas, ni Paz, fue original, ni Fuentes, ni Márquez, ni Dante; todos abrevaron de otros grandes escritores, y todos polinizaron el mundo con autores que ya habían muerto. Parafraseando a  Borges, gracias a los grandes escritores, otros grandes escritores se hicieron inmortales.

Pero lo puedo entender. Eran otras épocas, y más que extrañar al literato, su forma de narrar o su estilo, extrañamos lo que sentíamos en los tiempos en que lo leímos. Extrañamos a la compañera que tratamos de impresionar regalándole  “El Coronel no tiene quien le escriba”, o a la novia a la que leíamos “El amor en los tiempos del cólera”. Añoramos esos días y a esos autores porque eran los que habían: pocos, delimitados, personales. Ahora es la esquizofrenia, autores que brotan hasta de las coladeras; un mar de gente que escribe en un océano de medios. Nuevos géneros que trasgreden las fronteras de la narrativa e, igual que sucedió con la música, retan nuestra necesidad de catalogarlo todo —patología humana que algunas veces hace que no disfrutemos nada.

 

A lo que quiero llegar es que estos son otros tiempos. No hay que esperar que llegue el siguiente García Márquez, porque no va a llegar. Hay que regocijarnos en el hecho de que alguna vez disfrutamos a esos escritores, y que ahora hay espacio para nuevos grandes autores. Hay que leer. Hay que escribir. Hay que enamorarnos. Hay que releer con ojos nuevos y hay, sobre todo, que dejar ir en paz; que los libros siguen ahí, que el espíritu sigue ahí, que nuevos bríos y nuevos talentos están ahí. No hay que llorar mucho por una muerte, que todo deceso es anunciado. Regocijaos.

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