Tequisquiapenses crean asociación pro-migrante
Por Miguel Tierrafría
Aquí aplica lo que dice la canción: “qué lejos estoy de la tierra donde he nacido”. En búsqueda del utópico sueño americano, aquellos hermanos, invisibles por la indiferencia, buscan mejorar su calidad de vida, aunque en el intento ésta corra peligro.
“Entró al infierno (en México)”, le comentan en su paso los migrantes, al señor de estatura baja, complexión robusta, de manos regordetas, que al estrecharlas para saludar a los visitantes expresan la amabilidad y la hospitalidad con la que acoge a los que él mismo llama “hermanos migrantes”. Es el causante de esta labor que tiene como nombre: Estancia del Migrante González y Martínez AC.
Como parte de los lazos que la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPS) busca hacer con asociaciones que tienen responsabilidad social, los catedráticos Blanca Isela Gómez Jiménez, Antonio Flores González y Gerardo Vázquez Piña, acudieron para conocer los trabajos que la agrupación ha realizado por 10 años, para así poder hacer un vínculo en el cual los estudiantes puedan aportar los conocimientos adquiridos en las aulas.
Aquella pequeña casa cobijada por tres árboles inmensos, donde se observan los rastros de los migrantes: desde el “Josué de Honduras”, las declaraciones de amor, el país de donde vienen. Pegado a la vieja estación Bernal en la ciudad de Tequisquiapan, es un lugar escondido en las lejanías de la urbe turística, donde las estampas que adornan este paisaje son la inmensidad de las vías, algunas cactáceas y un tren viejo con los trazos de aerosol, plasmando el arte urbano.
Quien coordina esta casa del migrante y que pidió que su identidad no fuera revelada por cuestiones de seguridad, afirmó que la labor que ha realizado durante 10 años “me genera mucha satisfacción de saber que puedo hacer algo para con mis hermanos (los migrantes)”.
Faltaba más, ya que él vivió en carne propia la experiencia de ser migrante, de estar de aquel lado de la moneda en los Estados Unidos, por la época de los años ochenta.
Él, su esposa y su hija comenzaron esta labor social, poco a poco se fueron acercando algunas personas, entre ellas el sacerdote Mario González, quien en todo momento y a pesar de encontrarse lejos de Tequisquiapan, en Tancoyol, del municipio de Landa de Matamoros, brinda gran apoyo a la causa.
“Yo no cambio mi México por nada”, afirma sin titubeos el coordinador de la estancia, al momento de mostrar el interior de la casa del migrante, que tiene en la pared frente a la puerta un altar con algunos santos, una vieja televisión color gris en su esquina, una bandera de México colgada junto al logotipo de la asociación, que nació como tal hace tres meses.
También tiene una mesa donde tiene algunos de los alimentos que ofrecen a los migrantes y debajo de ella, canastas de plástico que contienen las botellas de PET recicladas para el agua, los kilos y kilos de mandarina, lima y otras frutas, amontonadas las bolsas de pan, de aquí se reparte en bolsas de polipapel un poco de cada una de los alimentos para los que sólo andarán de paso.
Distintas historias y países confluyen en un mismo tren
Un pequeño cuarto adaptado de bodega donde guardan algunas cobijas y ropa que es donada para que sea usada por los migrantes, además de una cocina, es lo que compone este lugar tan estrecho en espacio, pero inmenso en donativos, ayuda y solidaridad de quienes aportan su granito de arena.
Don Alfredo, un artesano que colabora en la estancia del migrante, se encuentra atento, ahora sí que con un ojo en el gato y otro en el garabato, cuidando la llegada del tren, con su caja llena de botellas de agua, algunas bolsas de comida que les arrojan a los migrantes, ya que éstos no pueden bajar.
Se encuentra atento mirando hacia el horizonte, a veces se acercaba a la sombra para protegerse de los rayos del sol, o del intenso viento que movía los árboles y levantaba el polvo.
De Nicaragua, Guatemala, El Salvador, Honduras, Perú, Argentina, hasta de Irak o de Japón, son algunas de las nacionalidades que desfilan por esas vías infinitas, que si hablaran contarían las historias de vida más trágicas que las de Shakespeare, mejores epopeyas quizá que las de Homero, donde la travesía en busca de aquel distante, utópico, devaluado, anhelado, sueño americano.
Bien dicen que cuando la noche es más oscura es porque pronto amanecerá. Así aplicaría para todos aquellos migrantes que en su trayecto se encuentran con condiciones adversas para llegar a su destino.
Meses y meses viajando de polizontes en los trenes de carga, aguantando el frío, el viento, la humedad, los robos y hasta la indiferencia. Pero al llegar a aquel lugar, los primeros rayos de luz en toda su oscuridad aparecen ante sus ojos.
Mientras pasa el tren, les lanzan bolsas con alimentos y botellas de agua
La espera se hace larga, ni el sonido del tren ni el silencio del viento indican la venida de uno u otro lado, las vías están vacías, los perros pasean por entre las vías, los chapulines y demás insectos saltan sin cesar entre uno y otro extremo. El sol poco a poco cae, sus rayos del sol son intensos y la fuerza del viento mucho más.
De pronto dos trenes de carga anuncian a lo lejos del horizonte su llegada, en ambas vías pero distintos destinos se aprecian: uno hacia el norte, otro rumbo al sur.
Aquel iniciador de esta labor toma una de las cajas que contiene las botellas de agua, algunas bolsas de comida, y se coloca justo en medio de las dos vías; don Alfredo, se coloca en el lado de la vía que lleva hacia el norte.
Expectantes observan cómo pasan las máquinas, a través de los vagones hacen una inspección rápida para ver si algún migrante se ve a la vista; nada.
De entre los vagones del tren que va rumbo al sur, un migrante posiblemente no logró pasar la frontera, con una playera roja agitándola, indica su llegada; de inmediato el señor fundador de la casa migrante, lanza una bolsa con los alimentos, además de su botella de agua. Aquél muestra un semblante de alegría, saluda a todo aquel que está presente en las afueras de la casa, sigue agitando su playera, colgando de uno de los vagones.
Al parecer será el único migrante que se observará en esos dos trenes, no obstante aparece uno de ellos, en los últimos vagones del tren que va rumbo al norte, con la vista dirigida al frente, como perdida, con el brazo derecho con raspaduras, ni siquiera notó la presencia de don Alfredo, quien le lanzó una de las bolsas de alimentos, ni de los demás presentes.
El silencio y el viento vuelven a apoderarse del entorno, los trenes desaparecen en ambos horizontes, algunos perros se dirigen a pasear entre las vías, y lo que sobró a guardarlo, para la siguiente travesía de otros migrantes en busca de su sueño americano, que es lo único que nadie les puede arrebatar.