La democracia en la familia como límite a la violencia de género
La visión de que la madre trabajadora es la culpable de todos los males sociales es una forma de violencia que debe ser erradicada del servicio público, así como el que la mujer se merece toda la violencia que recibe.
Por estos días que se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer; en el país, el gobierno electo dice que impulsará la “regeneración ética de la sociedad”. Me congratulo con esta propuesta, siempre que se introduzcan las bases éticas del feminismo; el cual puede aportar los criterios suficientes para hacer, de esta idea potente, una realidad.
Para empezar, palpamos la visión ética feminista en acuerdos y leyes —como los acuerdos de la Plataforma de Beijing, de Belem do Pará, de Viena, del Cairo— y las diversas leyes emanadas de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (orgullo para México); además de un buen número de políticas públicas que impulsan la igualdad entre mujeres y hombres.
De estas últimas surgen las llamadas “políticas de cuidado”, en donde la propuesta de democratización familiar se distingue, ya que busca hacer cambios en la vida de las familias, con sumo respeto a los derechos humanos de cada integrante.
La perspectiva de la democratización familiar se plantea como prevención de la violencia contra las personas —en especial mujeres— al interior de los hogares; con base en la igualdad de género y el respeto de las nuevas modalidades familiares (nucleares, extensas, monoparentales, homo, etc.).
Esta política de cuidado —y quién la hace operable— acepta que las nuevas configuraciones familiares son adecuaciones a una realidad en crisis y en constante cambio; acepta la autonomía y la libre elección de las personas (vida privada, sexualidad y modalidades de convivencia), siempre que no se violen derechos de terceros.
En suma, la democratización familiar se basa en los principios legales vigentes que defienden los derechos humanos de cada uno de los integrantes de la familia y su autonomía para decidir su organización de convivencia.
Sin embargo, los obstáculos que se presentan para cumplir a cabalidad con la erradicación de violencia, se relacionan con la intensificación del patriarcado en sus diversas modalidades culturales. Como es el caso de cierto funcionariado que no hace suyos los principios republicanos vertidos en las leyes que guían la vida democrática de este país, y considera un solo tipo de familia, con la mujer como ama de casa, sin posibilidades de desarrollo personal más allá del doméstico.
La visión de que la madre trabajadora es la culpable de todos los males sociales es una forma de violencia que debe ser erradicada del servicio público, así como el que la mujer se merece toda la violencia que recibe. Lo curioso es que la familia no ha sido destruida, pese a todas las previsiones tanto de izquierdas como de derechas, sino que se ha visto fortalecida con otras modalidades —como las homoparentales y las encabezadas por mujeres (que va en crecimiento)— y con otros tratos familiares (como la incorporación de las abuelas en el cuidado de hijos e hijas de madres trabajadoras).
Pero claro, todos estos reacomodos producen mujeres más conscientes de su papel al interior de la familia y hombres más violentos que se quedan con un rol poco definido y endeble como proveedores únicos y mandamases del hogar. En general, para filósofos y científicos sociales, este cambio civilizatorio al que nos enfrentamos como humanidad proviene de la conjunción de múltiples variables (económicas, sociales y tecnológicas) y ha traído consigo el resquebrajamiento de los tradicionales sistemas de autoridad familiar.
Aunque, desgraciadamente, al caer estas formas de autoridad no se han instalado otras más democráticas y afines con la igualdad entre mujeres y hombres, provocando más violencia y nuevas formas de sufrimiento para las mujeres y hombres al interior de las familias.
Madres y padres no saben cómo corregir a sus hijos e hijas, y las parejas no saben cómo tratarse entre sí; pues cada uno tiene proyectos de vida propios, además del conyugal y familiar; motivo por el cual el Estado tiene la obligación de instalar políticas de cuidado, como la perspectiva de democratización familiar, para infundir entre la población una concepción de los derechos humanos al interior de los hogares, que se base en la libre determinación de las personas para elegir pareja, trabajo, educación y modo de vida.
De ahí que sea preciso promover —cognitiva y afectivamente— los derechos humanos en el mundo privado y se ayude, sobre todo a mujeres e infantes, a reconocer los abusos a los que son expuestos dentro de la familia, cuestión que evitará la normalización (o naturalización) de la violencia (por parte de la víctima y del victimario).