Opinión

Aprender la justa indignación

Por: María del Carmen Vicencio Acevedo

metamorfosis-mepa@hotmail.com

Una característica de la clase gobernante frente a los problemas sociales, en especial los que implican violencia, es la negación de su propia responsabilidad y la imputación de las causas a factores externos, o bien, a sus adversarios políticos. Otra consiste en su discurso asertivo, que busca dar imagen de control, autoridad y actitud firme y justiciera frente a la situación desbordada: “Repudiamos tajantemente los hechos delictivos”; “investigaremos hasta el tope, caiga quien caiga…”; “obramos apegados a derecho”, o “cumplimos” (con todo y palomita)…

Detrás de tan graves palabras, no podemos dejar de percibir su tufillo electorero, por más que nos aclaren que “este mensaje es público; no tiene fines partidistas ni de promoción personal”. Lo último que parece interesar a quienes las pronuncian es lo que le pase a la gente, (a menos que eso que le pasa pueda capitalizarse para ganar popularidad, como sucede ahora).

En el otro lado de la línea de incomunicación, tales declaraciones van aumentando la pérdida de credibilidad de la población ante sus autoridades, así como la terrible sensación de estar solos y vulnerables, en medio del fuego cruzado entre múltiples actores de la brutalidad, que se mimetizan entre sí; como denunciara Orwell en su “1984”: el Ministerio de Paz genera la guerra y el de la Verdad es el que miente.

Cuando hablo de violencia contra la población no me refiero sólo a la que secuestra, desaparece, tortura, viola, desuella, ejecuta, quema o entierra… Me refiero también a esa que surge de la falta de contención o voracidad de enriquecimiento de muchos miembros de las clases empresarial y política, disfrazada de “progreso”, “economía”, “reformas estructurales”, “eficiencia”, ”optimización”, “liberalización”, “flexibilización”, “proyecto turístico” “seguridad” o hasta “derecho”; esa violencia que estafa o transa; que privatiza, malbarata, contamina, explota y destruye nuestros recursos naturales y somete a las personas; que sólo piensa en su propio beneficio y no reconoce que muchas de sus acciones provocan, en el resto de la gente, serias dificultades para vivir dignamente.

¿Quién pensó, por ejemplo, en cómo afectaría (pauperizaría) la supercarretera del Sol a las comunidades rurales, en el camino entre el DF y Acapulco?; ¿a quién se le ocurrió que esa depauperación facilitaría las operaciones del crimen organizado, de las que ahora todo mundo se escandaliza? ¿Quién, del Grupo México (impune), sopesó el daño que ocasionaría el derrame deliberado de sus desechos tóxicos, en los ríos Bacanuchi y Sonora?

La mirada de los plutócratas, puesta sólo en cómo ganar más, vuelve invisible a la gente que sufre las consecuencias, a menos de que explote el volcán que ya no logra contenerla ni ocultar el daño ocasionado.

Lo que procede entonces es criminalizar la pobreza, la protesta y la autodefensa comunitaria para desviar la atención de la complicidad, la omisión o la ineptitud del Estado frente a la delincuencia (en la que él mismo está implicado).

Otra expresión de la violencia plutócrata es la compra de ese avión presidencial (el más caro del mundo) que costó 4 mil 800 millones de pesos, y mil 560 millones más para su equipamiento. Otra más es el invisible manejo de los hilos, que provocó el retiro de la licitación pública de 16 empresas interesadas en el proyecto del tren bala Querétaro-México. Ahora sólo participa un consorcio chino-mexicano (ligado al PRI, a Salinas de Gortari y a Peña Nieto) que, de recibir la obra, cobrará 21% más de lo presupuestado (aristeguinoticias.com. y Noticias MVS, 16 octubre 2014).

Todas estas violencias “legales” preceden a la justificación gubernamental reiterada de la “falta de presupuesto” para atender las múltiples exigencias de las clases populares que anhelan una mejor calidad de vida. Así los trabajadores y sus familias quedan abandonados a sus solas fuerzas individuales; sin tiempo libre ni condiciones materiales para descansar, recrearse y convivir; mucho menos para cuidar de sus enfermos (sin seguro).

¿Qué le queda hacer a la población frente a todo esto?

Muchos optan por el desaliento, el autoaislamiento y la inmovilidad (“¿qué puedo hacer si nadie hace nada?”); otros imitan a los plutócratas, denostando a quienes protestan, buscando a quién transar, simulando trabajar, urdiendo cómo ganar más con menos y cómo evadir la responsabilidad de sus corrupciones. Otros optan por la catarsis, por reventar las manifestaciones; groseros, vengativos, incontinentes; pintarrajeando paredes, rompiendo vidrios o quemando edificios y colaborando con el Gran Poder, en la justificación de la represión popular; sin reconocer que la libertad anarco-egoísta que reclaman es la misma que impone el neoliberalismo

Finalmente, otros optan por la Pedagogía de la Indignación (Paulo Freire); con la que aprenden a SENTIR, cuando la violencia se ha naturalizado; aprenden a CONTENERSE para que su indignación no se desborde contra el pueblo mismo; aprenden a DIRIGIRLA pertinentemente hacia quien corresponde: a quienes ejercen violencia (dura o suave) contra del pueblo.

Aprenden, finalmente a conversar, a articularse y a planear con sus cercanos un “inédito viable”, para CONVERTIR su indignación en motor de transformación social.

Si no es para transformar, ¿para qué nos indignamos?

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