Cada quien sus gustos

SE DICE EN EL BARRIO
Querétaro, Qro.
Hace días, Ole hizo tal berrinche que yo ni sabía dónde meterme. En la plaza se nos quedaban viendo. Seguramente decían que yo no sirvo como madre. Mi hijo acaba de cumplir seis años. Está cada vez más inquieto: quiere de correr, trepar, divertirse. Es normal: una cosa es lo que quieren los adultos y, otra, lo que necesitan los niños. Por eso, cuando me insistió en que lo llevara a pasear, accedí y lo llevé a ese jardín que, con esfuerzos de 30 años para sacar de allí una chatarrera, pusieron los del barrio.
Ole se ahogaba en casa, no podía salir por lo de la pandemia. Ser afanadora en un sanatorio privado no me da tiempo de nada; mis horarios son terribles; tengo que pedirle a mi mami que cuide a Ole, mientras ando fuera (que es casi todo el día, pues atiendo a los enfermos a mañana, tarde y noche, y el transporte es espantoso: casi no pasa o se sigue de largo, sin detenerse). Por eso me dije que tengo que llevar a mi hijo a pasear, ya que me dieron el tercer turno. Invité a mi mamá a que nos acompañara, pero prefirió quedarse a hacer varios pendientes: asear la casa, preparar la comida y, además, atender a mi hijo no le da tiempo de nada; me pareció sano dejarla sola ahora, pues todos los días se lleva buenas friegas con mi Ole.
Ya en la calle, el pequeño traía una sonrisa de oreja a oreja: le gustaba salir conmigo y, además, pasear. Yo también me sentía agradecida con la vida, pues tenía la oportunidad de andar a solas con mi muchachito y hablarle de muchas cosas. Aunque a veces me metía en problemas, como cuando me preguntó por su papá; ¿cómo explicarle que él murió, un fin de semana, cuando pasábamos frente al estadio de futbol, y salieron como treinta borrachos, con tubos y pistolas, correteándose, y un disparo fue a darle a mi Nacho? ¿Cómo explicarle que la vida nos trata a unos de manera tremenda, y otros pareciera que viven entre algodones? ¿Acaso ellos son diferentes, merecen privilegios, mientras los demás nos jodemos, estamos en un valle de lágrimas? Pensaba en esas cosas al correr tras de Ole, o al quedarme parada mientras él se subía a una barda o a un arbolito.
Sin embargo, me daba vergüenza que mi hijo y yo anduviéramos en calles por las que no pasa el camión de la basura; llenas de trapos sucios y zapatos colgados de los cables; el suelo cubierto de papeles, plásticos, envoltorios, caca de animales; tipos ennegrecidos de mugre añeja y medio desnudos, dormidos en el arroyo. Eran las diez de la mañana y, aunque había sol, pocos rayos alcanzaban a filtrarse entre el gris del humo de las fábricas. Escandalosos, los camiones de carga o del gas, de refrescos o alimentos empacados que se reparten en las tiendas no me dejaban oír lo que me decía mi pequeño.
Fue al llegar al parque cuando Ole se enojó. Me gritó que lo estaba engañando, pues yo le había dicho que íbamos a pasear, pero nada más lo traía caminando. Le dije que, precisamente, andábamos paseando; que me interesaba que él corriera en un parque con pasto y árboles, aunque todavía estuvieran bajitos; que me gustaba que anduviera descalzo en la tierra y saboreara la paleta helada que nos vendió el del carrito; que quería sentarme en una banca o en el suelo para que me platicara de lo que le gusta.
No me dejó terminar. A gritos y con llanto, me insistió que quería pa-se-ar, y me lo explicaba: andar en la plaza comercial, ver aparadores con ropa nueva, caminar bajo un techo alto que protege del sol y del ruido de afuera, pasar junto a gente que carga sus bolsas de compras, comer lo que venden en las tiendas de esa plaza, oír el sonido fuerte de bocinas que anuncian vacaciones, subirse al trenecito, ver a la gente hablando por su celular o revisando mensajes en su tablet. Me di cuenta de que mi Ole y yo somos diferentes, no nos interesa lo mismo y parece que tenemos gustos muy diferentes. Si eso nos pasa hoy, me pregunté, ¿cómo podremos hablar dentro de unos diez años, cuando tenga sus propios amigos, quiera irse con ellos al antro o le fastidie que su mamá lo quiera acariciar?