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Cien días

En las presidenciales de 2018 voté izquierda, como lo hago desde 1982, y no admiro a los insatisfechos y desesperados que ansían la llegada del desencanto. Si llega, bienvenido sea el desencanto, para ensayar nuevas formas de funcionamiento de la res pública.

Con el paso de los días, se van despejando las claves de la inusitada emergencia de la nueva coalición gobernante y el hundimiento de los viejos partidos. Las ruinas vivientes del antiguo régimen no hallan su sitio en el nuevo escenario, pues está ocupado, casi todo y todo el tiempo, por una potente voz que goza de fuerza y legitimidad. Los patéticos voceros de esas ruinas, náufragos de la burocracia que se presentan como neodemócratas, harían bien con entregarse a la expiación de sus culpas y a revitalizarse en el desierto de su nueva marginalidad.

Resulta liberador su llanto “de preocupación” por lo que llaman “falta de contrapesos”. Cumplen cabalmente su papel de acólitos del oscuro capital privado y las calificadoras financieras que nadie vigila y bien que desestabilizan economías. No escuchan su propio cinismo cuando anuncian el advenimiento del desastre, pues están, en realidad, asumiendo la paternidad del desastre sobre el que se volcó el más insólito repudio ciudadano del que varias generaciones tengamos memoria. Tendrán que admitir que la fuente del nuevo hiperpresidencialismo, una combinación de hartazgo y esperanza, es distinta a la fuente del poder de los anteriores presidentes.

Me agrada que, frente a políticos que hacían una cosa y decían otra, el presidente esté cumpliendo (peligrosamente) su palabra, palabra por palabra. Que esté sacudiendo todo el edificio institucional. Que se levante temprano. Que haya derribado ya las insignias y los privilegios del poder abominado. Envidio su vitalidad. Si antes había que leer a los políticos al revés, tenemos hoy un gobernante que, con todo y contradicciones, comunica con actos. Singular fenómeno social, unió lo que la vieja cultura política había separado, y ese hombre asoleado y aflojado en terracería es el mismo que funge como jefe de Estado.

Claro que me agradaría que se apartara de ese aire de misionero e invocara menos la Biblia y más la Constitución. Que no viera al mundo como el campo donde libran su batalla el bien y el mal. Me agradaría que, sin dejar de mirar a las masas, se sentara más en el escritorio y se diera pausas para meditar, sopesar, discutir, planear y verificar. ¡Cuánto me agradaría que convirtiera al SAT en eficaz instrumento para redistribuir la riqueza y combatir la desigualdad social! Estaré pendiente, los primeros tres años, de medidas orientadas a separar al poder político del poder económico, el núcleo profundo de su promesa de transformación.

En las presidenciales de 2018 voté izquierda, como lo hago desde 1982, y no admiro a los insatisfechos y desesperados que ansían la llegada del desencanto. Si llega, bienvenido sea el desencanto, para ensayar nuevas formas de funcionamiento de la res pública. Pero antes de que el desencanto asome, vale preguntarse cómo están reaccionando los espíritus independientes, los ciudadanos informados, las organizaciones sociales. ¿Qué estamos haciendo, como individuos y como colectivos, para darle vigencia plena al artículo 39, ese bello poema que se coló en la Constitución, y que es necesario convertir en la auténtica piedra angular de la nación?

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