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El mundo de cabeza

¿Qué pensaría usted si, una mañana, después de haber tenido un sueño intranquilo, se despertase, boca arriba, sobre el duro caparazón de su espalda, y sus escuálidas patas se le agitasen en el vientre con afán de incorporarse? No se asuste. Así empieza, más o menos, La Metamorfosis de Franz Kafka que, en 1912, parecía tan sólo una expresión literaria del nativo de Praga.

Después, la aparición de otros relatos o historias pareció poder imprimir un giro más “natural” al sinsentido de Kafka. Ahí tiene usted la “canción para niños”, de Paco Ibáñez, Érase una vez que, en breve, dice: “Érase una vez / un lobito bueno / al que maltrataban / todos los corderos. / Y había también / un príncipe malo, / una bruja hermosa / y un pirata honrado. / Todas estas cosas / había una vez /cuando yo soñaba / un mundo al revés.

Por su parte, el gran uruguayo Eduardo Galeano también contribuyó a este galimatías con su libro Patas arriba. La escuela del mundo al revés (1998), donde pretendió hacer evidente que el mundo humano no es humano; ¡ni siquiera es animal!, pues premia la maldad y castiga la bondad. Así, Galeano terminó escribiendo un listado de las barbaridades que el ser humano está cometiendo en la actualidad…, y se quedó corto.

Eso no quiere decir que el ser humano se esté convirtiendo, apenas ahora, en bárbaro. Ya desde hace poco más de cinco siglos se le venía activando en Europa –y en la nueva tierra de esclavitud: América– un gran despliegue de soberbia e iniquidad. Lea los datos siguientes, pero con precaución, para que no le rehúya al estudio de la historia.

En la América de fines del siglo XV, “recientemente descubierta“, durante casi todo el XVI y en parte del XVII se ensayaron los más perversos ejercicios de destrucción y genocidio, con el pretexto de la conquista y la colonización…, y muchas veces, también con el pretexto de la evangelización. Tzvetan Todorov (La conquista de América) y Boaventura de Sousa Santos (Epistemología del Sur) han recogido con cuidado reseñas, crónicas y relatos de soldados, clérigos y exploradores de la época; y con esos escritos han hecho emerger la crudeza del drama. La razón era que los europeos estaban “ciegos” ante la realidad americana, tan rica en sinfines geográficos y en novedades animales y vegetales; su “ceguera” era cultural –no biológica– se debía a la vorágine con que se hacían cargo de la acumulación originaria del capitalismo naciente. Sólo advertían, pues, posibilidades de enriquecimiento en el sentido moderno.

No dudan los historiadores, en su mayoría, al advertir que 1492 rompía con la llamada edad media, e inauguraba la moderna. Pero no se trataba, meramente, de un cambio de fechas (como ocurre al deshojar el calendario). Las transformaciones que entonces se dieron eran inusitadas. Como la de desconocer la humanidad de negros, cobrizos y grandes sectores de orientales; la de promover y procurar el genocidio, y hacer desaparecer más del 90 por ciento de la población urbana del continente; introducir un régimen de terror, con cuerpo visible en forma de inquisición; establecer una lengua única, una religión única, una estructura política única, un aparato jurídico único.

El indígena fue condenado a desaparecer. La comprensión que hoy se tiene de su mundo son, tan sólo, resabios, difuminados por aquí y por allá en el continente; es a lo que muchos llaman “nuestra gloriosa herencia”. Lo que sí se encuentra, en las plazas, es la expresión pétrea, pero como parte del pasado o como recuerdo de horrores, o bien la herencia que el cine de Hollywood entrega al mercado para el consumo local y mundial. Se ha pretendido rescatar el pensamiento aborigen de los antecesores, pero se dificulta por la falta de escritos, o porque los testimonios con que se cuenta ya son muy tardíos.

Hay otras fuentes escritas y, por tanto, rescatables mediante un estudio sistemático que está todavía por hacerse en parte: la literatura de la época o los relatos de viajeros. Igualmente, los relatos costumbristas o de estupefacción que varios esclavos indígenas, llevados a Europa para mostrarlos en cortes, en circos o en laboratorios de estudio de “otros géneros de animales”, alcanzaron a elaborar. Algo similar podría decirse a partir del estudio químico o de rescate de prendas que los viajeros llevaban de América a Europa y se quedaron por allá, guardados en algún baúl o mixturados en bazares trashumantes.

Los antropólogos y sociólogos de finales del siglo XX y lo que va del XXI se empeñan en el estudio de los antecesores aborígenes, con el fin de identificar las raíces que, en la profundidad del inconsciente, contribuyen a estructurar la identidad del americano contemporáneo, que necesariamente es mestizo, como afirmó con insistencia y argumentos muy valiosos Bolívar Echeverría (Vuelta de siglo, Ed. Era, 2006; y Valor de uso y utopía, Siglo XXI, 1998).

Las transformaciones socioeconómicas que hoy se dan en América permiten volver los ojos sobre la “identidad perdida”, para descifrar, finalmente, quiénes son hoy los descubridores y quiénes los descubiertos. Tal vez uno se lleve la sorpresa.

 

gguajardoglez@hotmail.com

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