El voto de los mejores
No tendría por qué merecer mayor comentario una expresión en redes sociales, mucho menos en los tiempos que corren que, entre otras cosas, se caracterizan por la estridencia. A veces parece incluso un concurso: gana el que realice la declaración más disparatada. El problema puede ser en todo caso, que los disparates revelen posiciones genuinas y que encuentren eco, como generalmente sucede.
Ya lo vimos con el expresidente de los Estados Unidos. Como siempre me he negado a reconocerle algún genio político, nunca tomé sus declaraciones como un mero recurso para movilizar votantes. Desde luego eran eso, pero sus discursos, tuits y comentarios reflejaban sus expectativas y posiciones políticas. Ni siquiera lo burdo de sus declaraciones me parece que haya sido calculado. En todo caso, hacía eco de ideas compartidas por ciertos sectores. Su virtud (no comparto que sea una virtud), según se ha dicho, radica en decir todo lo que las y los demás callan. Es decir, a atreverse a desafiar el orden.
Desde luego es difícil pensar que un discurso racista o que defiende la predominancia de cierta élite desafíe el orden, ya que en todo caso trata de preservar y legitimar al statu quo. Es, no obstante, un recurso retórico -falaz- al que acuden las nuevas ultraderechas (alt right): la dictadura de lo políticamente correcto no permite la libertad de expresión.
En todo caso, la pugna revela algunos de las estructuras de significado subyacentes en las sociedades democráticas occidentales (como EEUU o Italia) u occidentalizadas (como México) y cómo son resignificadas por grupos que reivindican alguna superioridad y la búsqueda del orden “perdido”.
De alguna forma, lo sucedido en las elecciones de 2018 fue una especie de ruptura del orden político. No absoluto, sin duda. Se compitió de conformidad con las reglas, fue un partido político debidamente registrado el que obtuvo la mayoría de los sufragios y mediante alianzas inconfesables, además; todo normal.
Sin embargo, en términos de representaciones simbólicas (que definen no únicamente los significados, sino también buena parte de las expectativas y ejecución de la política pública), no se trató de un cambio pequeño. Puesto en términos simples, triunfó un gobierno popular.
Desde entonces, han salido a la superficie todos los discursos clasistas, y sus variantes, (que en otros tiempos legitimaban al statu quo): el desprecio a las masas, las atribuciones de irracionalidad, la ignorancia; en suma, revelan la creencia (bastante enraizada, por cierto) de la incapacidad del pueblo para tomar decisiones políticas responsables.
Hay manifestaciones curiosas en la superficialidad: el énfasis en el mal vestir del presidente, por ejemplo; su falta de categoría, su ignorancia del inglés. Y todas encierran la idea que ya alguien se atrevió a verbalizar: sólo los mejores deberían tener derecho al voto. Insisto, parece un disparate, más allá de que tiene antecedentes (más o menos así se imaginaba Locke la democracia, por ejemplo), pero es parte de un mismo discurso: hay personas inferiores, por preferencia sexual, origen étnico o posición social. Y ya es la plataforma de varios partidos políticos. Y ya ha llevado a varios a la presidencia.