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Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe

Alonso Moyers

Escribo esta columna días antes de la consulta. Es probable, dados los candados legales, que no se alcance el umbral establecido para que sea vinculante. Ese es un primer problema en el que vale la pena detenerse; el otro es su utilidad, que ha supuesto una importante discusión, aunque por desgracia, no en el sentido en que debería darse.

Se trata de problemas relacionados, porque nos hablan de nuestras formas jurídicas. Las leyes y el discurso jurídico, además de posibilitar -a veces- ciertas transformaciones, son también un obstáculo para éstas.

Cuando la Suprema Corte validó la consulta como ejercicio deliberativo, el ministro presidente enfatizó la importancia de construir, menos que impedir, por la vía de los enunciados jurídicos y sus procesos, la deliberación político-democrática.

Como paréntesis: toda deliberación de esas características es política, porque se refiere a la comunidad (política), el tipo de acuerdos, narrativas y leyes que la fundan. También lo es en el sentido más restringido; o sea, el partidista electoral. Con un poco de mejores condiciones de deliberación, lo segundo no sería un problema importante y todo se centraría en lo primero.

Volviendo al primer desafío, el umbral de participación hace casi imposible que se alcance la cantidad necesaria para que el ejercicio tenga efectos vinculantes. Así era desde antes que se planteara la consulta, valga subrayar.

Por otro lado -aunque bastante cerca, porque también se ha convertido en una especie de dique para la participación- está el discurso jurídico-político dominante que -tristemente- resume años de supuesta preparación doctrinaria, doctorados y plazas académicas, en una frase que más parece eslogan de campaña política: la ley no se consulta.

No es una novedad. Al leerse únicamente como una estrategia político electoral, el bloque otrora dominante, un bloque poco heterogéneo que ha monopolizado la narrativa política y con base en la cual se asignan posiciones aquí y allá, demuestra que no está dispuesto a pensar más allá de la lógica que le atribuyen a cualquier político. Y, de paso, se muestran incapaces siquiera de arrebatarle alguna bandera al presidente de la República.

Pero el ejercicio podría ser más que una consulta sobre procesos jurídicos, que no sólo porque lo repitan a coro, no se trata de eso. Entre otras cosas, podría significar la creación de comisiones de la verdad a partir de las cuales pudiéramos establecer bien a bien qué sucedió en múltiples crímenes de Estado, incluso actuales.

Robé el título para esta columna de una novela de Daniel Sada, cuya trama, justamente, se inscribe en un contexto de asesinatos políticos, vericuetos legales y complicidades políticas que enturbian la posibilidad siquiera de conocer quién hizo qué y por qué. Investigar el pasado no debería ser una futilidad si se hace en serio. Podría reescribirse la historia política, para empezar, y conocerse, al menos, ciertos entretelones; señalar agravios y agraviados. Tristemente, los enunciados y los portadores del discurso jurídico dominante no están dispuestos a dialogar en esos términos y prefieren aferrarse a las mentiras que parecen verdad, como que las leyes no se consultan. 

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