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¿Qué es lo que ve cuando me mira, Señor Newman?


Identidad y otredad son dos caras que se asemejan tanto. Ningún grupo social se autopercibe y se autodefine más que por oposición a la manera como percibe y define a los demás, a los que considera diferente. Es una realidad social marcada por profundos imperativos: el territorial, el de clase, el político, el institucional, el de la recreación constante de la memoria e historia grupales.

La identidad colectiva es entonces una construcción social, una manera de representarse, de darle significación al “nosotros”. Es una idea en la cabeza y —sin embargo— no es solo una simple, sino al revés: es una idea por la que, simplemente (como dice Lisón Tolosana) podemos dar la vida y quitársela a otros. Se entiende entonces por qué cuando uno analiza las relaciones o los conflictos llamados “interculturales” uno de los vehículos privilegiados del análisis es la construcción “identidad”, que no existe sin lo otro, aquello que se ha denominado “otredad”.

La pregunta que da título a este columna aparece en el libro En el punto de mira (1945), de Arthur Miller. Lawrence Newman es el protagonista, un tipo cuarentón que trabaja en Nueva York durante el periodo final de la Segunda Guerra Mundial. Miller relata en la introducción la inquietud de aquellos años sobre el antisemitismo persistente en Norteamérica, que le tocó experimentar y observar. Y es que esta (su primera novela) tiene como tema el racismo, expresado en la vida de un tipo común que al verse en la necesidad de usar gafas empieza a notar actitudes de rechazo y odio de sus vecinos, en el trabajo, sus conocidos. Situación que se agrava conforme transcurre la historia y que deja entrever que el antisemitismo no sólo estaba en Europa, sino al lado suyo.

La pregunta proviene de un encuentro del Señor Newman con su vecino Finkelstein, un judío de mayor edad, quien le reclama a este el por qué lo rechaza. Newman no puede responderle, pues él mismo empieza a ser acusado de judío —de ahí el rechazo que le tienen— y sabe que algo grave le sucederá, situación que logra tensar la trama hasta el final.

Newman sabe en el fondo que es judío, pero no quiere aceptarlo. En la historia todo el tiempo evita incluso nombrarlo. Él mismo piensa mal de los judíos. De hecho, hasta las gafas, no había tenido problemas con nadie. Era un típico “blanco” en la urbe, un “nosotros”, pero las gafas remarcaban “sus facciones de judío”, que más bien era “otro”. Es una historia de autorreconocimiento.

Otras obras han hecho gala del tema como, por ejemplo, la película BlacKkKlansman (2018) de Spike Lee y una escena donde un policía infiltrado —en una organización del KKK— comenta que jamás se había sentido extraño, judío, sino hasta que se lo hicieron saber. No era religioso, no se autopercibía como judío y vivía el llamado “estilo de vida americano” con hot dogs y béisbol. Fue la mirada de los demás lo que lo hizo sentir diferente.

También hay un cuento de John Fante en el El vino de la juventud (1940) donde relata la historia de un niño en Estados Unidos que odiaba ser italiano. Los demás lo llamaban “macarroni” y él se molestaba al grado de liarse a golpes cada que se lo decían. Con el tiempo crece, ya no es el mismo, se acepta, y en la escena final conoce a un joven que también reniega de ser italiano y este termina por odiarlo al punto de querer darle una lección, aunque más que odiar al joven reconoce que se odia así mismo cuando él pensaba así. El relato concluye con esta frase: “Me gustaría hacerlo picadillo. Pero eso no serviría de nada. No tiene sentido golpear tu propio cadáver”.

“¿Qué es lo que ve cuando me mira, Señor Newman?” es una pregunta de la que aún no tengo respuesta. Lo único que puedo decir como conclusión, sin haber llegado a nada, es que 2 millones 576 mil 213 personas se reconocen afromexicanas, negras, afrodescendientes en los últimos registros del INEGI. Esto nos querrá decir algo.

 

Facebook: David Álvarez (Saltapatrás)

Twitter: @DavidAlv5

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