Twitter: democracia y oligarquías

El peor enemigo de la democracia no es (aunque sea redituable en términos editoriales y hasta académicos) el populismo, sino las oligarquías. No debería ser demasiado controversial: el poder económico, especialmente el que se concentra en pocas manos y que supone cantidades absurdas de dinero, no tendría por qué influir en la toma de decisiones colectivas.
Las finalidades de una gran empresa son, desde cualquier punto de vista, contrarias a las finalidades (ideales) de un Estado. Mientras que las primeras buscan la ganancia, el segundo, debería perseguir la construcción de bienes públicos.
No obstante, llevamos varias décadas pensando al revés. Primero, que la función del Estado es construir mercados y garantizar, para los inversionistas —o sea, los grandes capitales—, sus derechos de propiedad. En esas garantías, hemos visto una y otra vez, marcos jurídicos ad hoc, que suponen desplazar poblaciones enteras, apoderarse de recursos naturales y, desde luego, devastar al medio ambiente.
Segundo, que el Estado funciona (o debería) como una empresa. Así, por ejemplo, basta la decisión del presidente para que una orden se ejecute o no. Es otro tema, pero desde luego importa porque el funcionamiento burocrático estatal tiene inercias, lógicas y formas propias, que no dependen siempre de las instrucciones de un superior jerárquico.
Tercero, que el Estado es siempre ineficiente, corrupto. Ninguna de las premisas anteriores es cierta, pero se han apoderado lo mismo de la academia que de la opinión pública.
Elon Munsk anunció que comprará la red social Twitter. Nada se lo impide, desde luego. Ni siquiera la insultante cantidad de dinero que significa. Más allá del dilema ético de si debiesen o no existir esas fortunas (no deberían), Twitter se ha convertido en una variante del espacio público. No es sencillo, desde luego. No es público en sentido estricto, para empezar.
Sin embargo, es un lugar donde, atendiendo a la definición que proporciona Habermas, existen condiciones de posibilidad para que las personas que conversan intercambian o debaten en Twitter, se despojen de su condición de individuos y dialoguen (cuando lo hacen) sobre asuntos de trascendencia pública. Para quienes usamos dicha red social, sabemos que es un espacio de intercambio, disputa y posicionamiento político.
El problema pues, no radica en si lo compra Musk o cualquier otro millonario, sino que el espacio público está cada vez más, dominado por criterios e intereses que trascienden y en muchas ocasiones se contraponen a las finalidades colectivas. No sorprende encontrar el argumento de los bienes privados: si lo puede comprar, puede poner las reglas. Aún en detrimento del medio ambiente, los derechos laborales o la conversación pública.
Twitter y las demás redes sociales nacieron como empresas, pero una vez que se convierten en espacios de debate público, su interés no debería ser meramente la ganancia. El problema, ya lo dije, es que estamos en medio de una estadofobia; cualquier regulación es vista como una amenaza, una regresión y una afectación (a los derechos de las oligarquías). Así nos ha ido.