El último arrebato

Monarquías

Con todo y sus vicios e imperfecciones, en las democracias hay la certeza de los plazos y la intervención del vulgo en los altos asuntos del Estado. Las monarquías tienen otras reglas, sus tiempos son distintos y se tienden sobre los siglos y traspasan no sólo generaciones sino épocas enteras. Como régimen político, son lo más próximo a la noción de eternidad bajo el imperio del derecho divino, de modo que los súbditos del siglo XXI pueden sentirse contemporáneos de sus ancestros de la Edad Media.

Este fin de semana, con la coronación del rey Carlos III, se habrá consumado el relevo de la reina Isabel II, que vivió 96 años, de los cuales 70 los vio pasar, uno a uno, posada en el trono británico. Las monarquías se toman las cosas con la calma de los teólogos. Pese a sus 74 años, el rey recién coronado esperó pacientemente ocho meses para un ritual colmado de simbolismos milenarios, aunque a dos tercios de la población del Reino Unido les haya resultado indiferente la ceremonia (si fijamos la atención en los jóvenes de entre 18 y 24 años, el desinterés aumenta a tres cuartas partes).

Las monarquías no pertenecen al pasado ni son testimoniales, no son pocos los que asumen satisfechos su condición de súbditos y encuentran más beneficios y estabilidad bajo esa forma de vida que en las incertidumbres electorales. Puede ser que, efectivamente, tengan mucho de ornamental y hasta algunas de sus liturgias sean subproductos para satisfacer los apetitos del turismo, pero algunos fenómenos colectivos contemporáneos invitan a ver esto con más detenimiento.

Si en México el debate sobre la forma de gobierno quedó, al menos en las formas, resuelto en 1867, todavía anda por ahí un tal Maximiliano Von Götzen de Iturbide, a quien la nobleza europea reconoce como ‘legítimo heredero del trono de México’, y recientemente se paseó por la ciudad de Querétaro el señor Carlos Felipe de Habsburgo y Lorena, miembro de la familia del derrocado emperador Maximiliano I de México. Al tiempo, en un país latinoamericano como Brasil, el debate sobre la forma de gobierno mantiene su vigencia desde hace más de dos siglos. Pero no sólo sigue vivo el debate, pues los partidarios de la monarquía están articulados en varias organizaciones formales y cuentan con asientos en el Congreso de su país, es decir, por esta vía están recuperando capacidad de incidencia en las decisiones públicas.

Si bien es inexistente en el Brasil una bancada formalmente monarquista, no es despreciable el número de partidarios del legislador Luiz Felipe de Orleans e Braganca, que se ostenta como Príncipe de Orleans y es tataranieto del emperador Pedro II, gobernante de esa nación entre 1831 y 1889. Su importancia radica en que sus fieles sostienen que todavía se está a tiempo de reparar el ‘golpe de Estado’ que derrocó a su tatarabuelo, a su vez hijo del Pedro I de Brasil (y IV de Portugal) y de Leopoldina de Austria. No hay que olvidar que en 1993, hace 30 años, un referéndum legal mostró que aspiran a la restauración de la monarquía nada menos que el 13.4 por ciento de los brasileños.

Más allá de los 14 países que reconocen a Carlos III como Jefe de Estado –Canadá, Australia y Nueva Zelanda incluidos–, muchos en el mundo habrán seguido con atención la ceremonia del sábado, un hecho que constituye una interrogante para las democracias del mundo.

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