De olores, perros y tlacoyos
Por: Saúl Ugalde
Con su inconfundible (al menos entre argentinos) acento cordobés, una amiga me pregunta, Saúl ¿Por qué no hay perros en el centro? No sé, es lo primero que se me ocurre contestar, mientras trato de articular una respuesta más elaborada.
Por qué no hay perros en el centro. Ahora me formulo una pregunta que de otra manera nunca me habría hecho. Caigo en cuenta que, efectivamente, no hay perros en el centro, perros de la calle, de esos que conocemos como “solovinos”, no de los que caminan al lado de su amo con una correa.
Para tratar de dar una respuesta “inteligente”, le digo que los perros no son tontos, que cruzar de la zona de barrios, donde sí son comunes, al centro, es jugarse la vida porque tendrían que atravesar avenidas importantes.
Concuerda conmigo y agrega que quizá tampoco encuentren comida. La conclusión a la que llegamos (al menos eso creo) es que los perros tienen pocos “incentivos” para arriesgar la vida tratando de llegar a un lugar en el que probablemente no encuentren comida. No es lo mismo darle arroz a las palomas que ir por la vida con una bolsita de huesos para el perro. La respuesta suena lógica y nos deja tranquilos.
Por su condición de extranjera, mi amiga hace preguntas que desconciertan por su simpleza, pero es justamente esa simpleza lo que las hace difíciles de responder. Pasamos por un lugar en el que venden tlacoyos y la pregunta es inevitable ¿Qué es un tlacoyo?
Pude haberle dicho que “Los tlacoyos, clacoyos o tlatloyos son un alimento de origen prehispánico, que consiste en una tortilla gruesa, ovalada y larga, preparada con una mezcla de masa de maíz y frijoles (o habas) cocidos, secos y molidos, la cual puede ir rellena de diversos ingredientes.”
Pero no se trataba de abrumarla con tanta inteligencia (y el Wikipedia no estaba a mano). Por tanto, tuve que improvisar la respuesta. Un tlacoyo es una especie de gordita pero con otra forma. De inmediato escucho una carcajada. Ofendido le pregunto de qué se ríe.
Me explica que le contaron de la gran variedad de comida que tenemos, pero mi respuesta le hace pensar que se trata de pocos platillos con diversos nombres. Debemos reconocer que la sutil diferencia culinaria entre una gordita y un tlacoyo puede que sea relevante sólo para nosotros, así que no le discuto y me aguanto sus risas.
Otro día me dice que cuando llegó a Querétaro tardó como tres días en acostumbrarse al olor ¿Al olor de qué? Al olor de la ciudad. Me inquieto su respuesta. Cómo le digo que es cierto, que frente a la Cámara de Diputados huele a cloaca ¿Me creerá que es el calor y los drenajes viejos?
Afortunadamente no se refería a pestilencias particulares, más bien hablaba de un olor de ciudad que no reconoció y al que tuvo que acostumbrarse ¿A qué huele Querétaro? ¿Se lo ha preguntado?
Yo no lo había hecho, pero recientemente visite la ciudad de Oaxaca y, a la luz de su pregunta, traté de reconocer su olor de ciudad. No supe distinguirlo, claro, pero no huele a Querétaro. Describir el olor de una ciudad es como tratar de explicar a qué sabe una fresa y está visto que no soy Hemingway.
Así transcurren nuestras pláticas (ella diría charlas) o, mejor dicho, debates desinformados. Le digo que no es fácil entender a una pampera con acento cordobés hablar “argentino” y traducirlo a “correcto español” (sólo por hacerla enojar) porque está convencida que mi correcto español apenas llega a “mexicano”.
Entre lo poco que sé y lo mucho que no le entiendo, queda claro que seguiremos con nuestros debates desinformados, los cuales hacen que me cuestione cosas que doy por sabidas, al menos hasta que llega con más preguntas.
Por lo pronto sigo empeñado (y Carissa –otra amiga– me ayuda) en cambiarle el argentinísimo “vos” por el mexicanísimo “tú”, pero ha sido renuente. Caso contrario es la incorporación a su vocabulario de los “sonoros” mexicanismos, eso sí es arar en tierra fértil, pero ésa es otra historia.
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