Opinión

Del saber al deber. O de cómo sólo sé que no sé nada

Por Marcela Ávila Eggleton

La gente estudia para dejar de estudiar: para adquirir las credenciales que le permitan subir a hacer cosas más importantes.

Gabriel Zaid

Sabemos dónde empieza una discusión pero nunca dónde terminará; ése ha sido el caso de mi perorata sobre la calidad de funcionarios y representantes que empezó ante la exigencia de los partidos políticos de que los órganos electorales aplicaran pruebas de confianza a sus candidatos.

 

¿Qué características esperamos que tengan aquellos que aspiran a gobernarnos?

La pregunta es simple –la respuesta, terriblemente compleja. Las mejores teorías no generan mejores políticos; los que “saben” no tienen por qué ser mejores para gobernar que los que no porque, hasta donde yo entiendo, el sentido común, si bien, es una asignatura pendiente para muchos, no está incluida en el plan de estudios de licenciatura o posgrado alguno.

Es falso, por no decir tramposo, señalar que una sólida formación profesional dará como resultado un político de primera; una sólida formación profesional puede derivar en un profesionista experto en ciertas áreas. Si en el camino resulta que tiene otras cualidades, entonces, tal vez, también podría ser un político capaz y responsable, pero no a la inversa.

El asunto de fondo, como magistralmente lo ha desarrollado Gabriel Zaid, es que nos hemos dejado arrastrar por un espejismo, creímos que “la práctica sale (o debe salir) de la teoría; que el buen gobierno sale del buen proyecto; que la perfección reside en la teoría y que, por lo tanto, los perfectos (es decir; los teóricos) deben dirigir*. Sin embargo, la discusión no se queda ahí. Está en juego, también, la posibilidad de diferenciar cultura de Ilustración y, en ese mismo contexto, información de educación.

La acumulación de conocimientos no tiene utilidad alguna sin la capacidad para cuestionarlos y discutirlos, de asimilarlos. La cultura no es un adorno –aunque la falta de ella le quite una considerable dosis de encanto a cualquiera–, no debe serlo; pero la cultura asociada al conocimiento teórico, no sirve para nada si no se tiene la capacidad de ponerla en práctica; porque como escribe Zaid, “la práctica no es algo estrecho, mecánico y sin misterio, sino creación, porque hasta la poesía es práctica al hacer más habitable el mundo”**.

Así, un buen representante no se mide en cuánto saber posea –quiero pensar que no es necesario ahondar sobre algunos que carecen por completo de saberes y poseen, por fortuna, limitaciones serias para ocultarlo– sino en su capacidad, en primer lugar, de reconocerlo –y no de reconocerlo frente a los demás sino frente a sí mismo, de darse cuenta–, de discutirlo, de dialogar, pero fundamentalmente, de sorprenderse, de andar el camino y reconocerse perplejo ante lo otro.

Sólo en esa medida entiendo al otro; sólo en esa medida puedo actuar en su mejor interés.

*Zaid, G. (2011). De los libros al poder. México: Random House Mondadori.

**Zaid, G. (2010). La poesía en la práctica. México: Random House Mondadori.

www.twitter.com//maeggleton

 

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