Delirio y simulacro
Por: David Eduardo Martínez Pérez
El 21 de enero de 1793, el rey Luis XVI de Francia y su esposa María Antonieta murieron en la guillotina frente a una multitud enardecida de parisinos hambrientos. Esta decapitación, que no sólo los alcanzó a ellos sino también a muchos integrantes del clero y de la nobleza, marcó simbólicamente el fin de un periodo oscurantista y el inicio de una nueva era en la que los valores republicanos y democráticos iluminarían a la humanidad y transformarían los instintos más salvajes del ser humano en civilizada ética y progreso.
El sueño urdido por los humanistas del renacimiento y cultivado después por los enciclopedistas ilustrados, se volvió realidad al caer la primera gota de sangre de Luis XVI sobre el patíbulo en la Plaza de la Concordia. En adelante, la razón sería el faro que conduciría la historia a un futuro paradisiaco.
En realidad, las cosas se dieron de un modo muy diferente. La del monarca Borbón fue la primera de tantas cabezas que cayeron en nombre de la razón y de la libertad y la paz. Maximilen Robespierre estableció un reinado de terror que se autoconsumió y después Napoleón revistió sus sueños imperiales con ropajes revolucionarios. Más tarde, civilizados mercaderes franceses llevaron la “luz” de su civilización hasta los “bárbaros” africanos y establecieron uno de los sistemas coloniales más depredadores que ha conocido la humanidad.
Al mismo tiempo, en las calles de París, más de 60 mil estudiantes y obreros fueron abatidos por las fuerzas republicanas en el sanguinario episodio conocido como “La comuna de París”. Cincuenta años después, en el mundo “civilizado” se desató una guerra internacional que resultó en más de 38 millones de muertos, de los cuales sólo un millón se produjeron en la localidad francesa de Verdún durante una de las batallas más sangrientas de la Primera Guerra Mundial.
Estos baños de sangre continuaron de manera ininterrumpida hasta culminar con la disolución de muchos estados en el medio oriente y los atentados en el centro de París que el pasado viernes se cobraron más de 120 vidas.
Sin embargo, el mito que nació de la sangre de Luis XVI continúa vigente y, no sólo eso, sino que nos empeñamos en creer que realmente somos más pacíficos ahora y que los valores de la modernidad han eliminado por completo toda pulsión “irracional”. El psicólogo y divulgador de la ciencia Steven Pinker, por ejemplo, insiste en que estamos en la época menos violenta en la historia de la humanidad. Sin embargo, el acontecer diario, se empeña en desmentir dichas aseveraciones, produciendo una impresión de delirio colectivo.
A mediados del siglo pasado, los filósofos Theodor Adorno y Max Horkheimer, llegaban a la conclusión de que la modernidad presentaba, en sí misma, la semilla de su propia autodestrucción. Su argumento lo fundamentaban en las atrocidades cometidas por los nazis. Mientras los comentaristas liberales, como Isaiah Berlin, se empeñaban en descalificar al nazismo como un fenómeno fundamentalmente irracional y por lo tanto antimoderno o en ruptura con la modernidad, Adorno y Horkheimer señalaron que los métodos de eliminación puestos en marcha por el gobierno de Hitler eran en realidad fieles consecuencias de la visión racionalista e instrumental impuesta tras las revoluciones del siglo XVIII.
Antes de Adorno y Horkheimer, ya otros habían señalado, aunque de manera diversa, las contradicciones presentes dentro de la modernidad y la ilustración. Nietzsche, por ejemplo, advertía que los ideales humanistas e ilustrados eran en realidad quimeras no mucho más sustanciosas que la metafísica cristiana.
Sin embargo, es probable que la descripción más contundente sobre las contradicciones de la modernidad liberal la ofrezca no un teórico, sino un novelista. Hablamos, por supuesto de Michel Houllebecq, quien con la publicación de Sumisión el siete de enero de este año (el mismo día que ocurrió el atentado a la revista satírica Charlie Hebdo) señaló un derrotero terrible que ni los más agudos filósofos podrían haber visualizado: La modernidad, los valores humanistas, la ideología de los derechos humanos, etcétera, no se han autodevorado, como señalaban Adorno, Horkheimer, Alain Badiou o los posestructuralistas; en realidad no ocurrieron nunca. Es decir, ocurrieron en el discurso, pero nada más. En la práctica, el ser humano sigue siendo el mismo de siempre. Y en ese sentido, continúa a merced de fuerzas y deseos irracionales que no pueden ser medidos, explicados o domesticados como pretende el discurso liberal, moderno y cientifista. El progreso, en ese sentido, es una ilusión. Peor que una ilusión, el progreso es un delirio. Peor que un delirio, el progreso es un simulacro de sí mismo como bien podrían haberlo dicho Baudrillard y Paul Virilio, ambos pensadores parisinos; tan parisinos como los cien rehenes muertos del teatro Bataclan, pero también parisinos como los perpetradores contra Charlie Hebdo y como los miles de jóvenes anónimos nacidos en Francia y que desde lúgubres apartamentos en la periferia de París sueñan con hacer estallar el mundo por Alá.
La ilusión de la modernidad inició simbólicamente en París, con sangre, sangre de reyes. Y ahora colapsa también en París, igualmente con sangre pero de oficinistas, obreros, amas de casa, ciudadanos. Si el rey era el símbolo del ancien regime, el ciudadano es el símbolo del delirio moderno. Y si el rey tuvo que morir para que surgiera ese delirio, el ciudadano, el individuo común, el hombre o mujer inocente, también tiene que morir para que surja un nuevo delirio. Así que, como diría Robert Crumb, al parecer no hay esperanza
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