Opinión

Desensibilización frente a nuestra propia hambre

Por: María del Carmen Vicencio Acevedo

metamorfosis-mepa@hotmail.com

“Más brutal que sentir hambre es no darse cuenta de que uno está hambriento”, dice Martín Caparrós, periodista argentino recientemente entrevistado por Carmen Aristegui, a raíz de la publicación de su último libro, “El hambre”.

La capacidad de supervivencia de los seres vivos es enorme, y los cuerpos se van adaptando a la falta de nutrientes de maneras impresionantes: detienen su desarrollo, disminuyen su tamaño, aletargan su impulso vital, se mueven menos, dedican más tiempo a hibernar, etc. A tal grado sucede esto, que en las últimas etapas de la desnutrición, los hambrientos pierden el apetito y rechazan cualquier alimento que se les ponga enfrente.

Otro problema relacionado con el hambre es el de la obesidad. Antiguamente se representaba a los ricos como seres gordos, “bien comidos”; y a los pobres, esqueléticos. Hoy sabemos que entre los más pobres hay serios problemas de obesidad, por su pésima alimentación, basada en harinas infladas, sal en exceso y grasa, y que “salen mucho más baratos, sabrosos, llenones y fáciles de manejar, que las frutas o verduras” (como esos churros anaranjados, que los pobres venden al por mayor en la mesita del zaguán).

Pero el hambre humana no es sólo de nutrientes materiales. Desde la antigüedad, sabemos que “no sólo de pan vive el hombre”. Otro de los más graves problemas de los pobres es su desnutrición cultural. El hambre, en este caso, se manifiesta por la pérdida del deseo por una vida mejor. Caparrós manifestaba su sorpresa ante la respuesta de una de sus entrevistadas hambrientas, a la pregunta: -Si a usted se le apareciera un día un genio muy poderoso, que pudiera satisfacer todos sus deseos, ¿qué le pediría? -Una vaca, para poder darle leche a mi niño. -Pero, ¿cómo una vaca?, si el genio puede satisfacer TODAS sus necesidades. -Bueno, entonces, que sean dos vacas… Para la mujer famélica, no había más horizontes.

En cualquier diccionario aparecen como sinónimos de la palabra “hambriento”, términos como “ávido”, “ansioso”, “codicioso”, “deseoso”, “anheloso”, “voraz”, “insaciable”, etc. Sin embargo, el hambre verdaderamente grave se manifiesta, precisamente, por la ausencia del anhelo. En este sentido, la falta de esperanzas y de aspiraciones hacia una vida mejor es un problema que habremos de analizar con mayor detenimiento.

“Es mejor no desear nada, déjenos así, porque soñar es muy doloroso”, nos dijo en una ocasión una habitante de Carrillo Puerto, cuando intentábamos convencer a varios vecinos de organizarnos para exigir de nuestros gobernantes mayor atención a ciertos espacios miserables de este pueblo, que no se ven desde los escritorios oficiales.

Lo que muchos llaman “apatía” de la gente tiene que ver con esto. Es tan difícil, engorroso, desgastante, complicado, laberínticamente burocrático, y requiere de tanto tiempo, dinero y esfuerzo buscar la atención gubernamental, que es mejor conformarse y dejar las cosas así como están.

Esto lo saben muy bien esos tomadores de decisiones, a quienes poco les preocupa el reclamo de la población, generalmente parco y breve, en contraste con la enormidad de las metrópolis. Una de las “competencias” deseables en un político que aspire a ascender en la escala del poder consiste precisamente en saber aguantar y hacer caso omiso a los reclamos y críticas del pueblo, hasta que éste se canse. Se trata de aprender a desensibilizarse como “autoridad” y de promover la desensibilización de la población, llevándola paulatinamente a que se conforme con poco.

La desensibilización de la ciudadanía se manifiesta especialmente frente a la promoción de los nutrientes culturales. No importa que muchas de las actividades que se le ofrecen (conferencias, ciclos de cine, obras de teatro, conciertos o exposiciones de pintura y demás) tengan lugar al lado de su casa, sean gratuitas o de muy bajo costo, las salas culturales suelen tener dificultades de convocatoria.

Esto obliga a los educadores y promotores a emprender una tarea extra: formar al usuario de la cultura, sensibilizándolo frente a su propia hambre inmaterial.

Caparrós va más allá en su reflexión, señalando que la desensibilización ante el hambre física y cultural no es sólo de los pobres. TODOS somos susceptibles de padecerla, independientemente de nuestra clase social.

¿Cómo es posible, pregunta el periodista, que podamos dormir tranquilos sabiendo que en pleno tercer milenio, cerca de mil seres humanos estén padeciendo de hambre, no por falta de alimentos, sino por este sistema económico, que concentra la riqueza en unas cuantas manos, que la despilfarran a más no poder?

Por otro lado, ¿tan miserables somos que nuestro sentido de vida y nuestras aspiraciones se reducen sólo a adquirir los objetos que el mercado nos ofrece?

Frente a estas preguntas, recordé el nefasto anunció de cierta empresa que dice: “Ey, tú… sí, tú: Visualízate ganadora, visualízate triunfadora, adquiriendo una tarjeta de entrada para cinco películas, a mitad de precio. Repite varias veces conmigo: Yo quiero esa tarjeta…”.

Caparrós tiene razón: ¿Tan miserables somos que no sentimos hambre de algo superior que el capitalismo?; ¿no nos creemos merecedores, ni somos capaces de aspirar a algo mejor?

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