Opinión

Día noventa y nueve

Bitácora de Viaje

(de Estudios Socioterritoriales)

Por: Manuel Basaldúa Hernández

La ciudad (nuevamente vuelvo mis pasos a este espacio abigarrado para trazar algunas líneas teóricas del espacio y la supraurbanización que creamos y experimentamos) ha transitado de un constructo territorial de origen latino-europeo, como señala García Canclini, a un destino concebido como elemento norteamericano. Esta unidad concebida así modificó no sólo a la sociedad latinoamericana, sino a las ciencias sociales. García Canclini se refiere a la sustitución del imaginario regional que trasladó el concepto de capitales de referencia, tales como Londres, Madrid, Roma o Berlín. Las referencias se desplazaron a nuevas élites que revolucionaron la estética, el pensamiento y el consumo, modificando también la arquitectura, el diseño y la dinámica urbana. Entre esta transformación, la aspiración a vivir en ciudades importantes, se centró en gozar y aprovechar las oportunidades que brindan los “shoppings centers”. Pero también con otras connotaciones de uso y de consumo. Así, García Canclini agrega, se desvió el interés por vivir no en París o en Amsterdam sino en Stanford, New York o Los Ángeles. El interés de ir a estudiar y vivir en Stanford o Berkeley para estar cercanos a la excelencia universitaria y de la ciencia, pero sobre todo donde se generan aportaciones a las aplicaciones tecnológicas, que triangula el consumo. O a Disney World. En México, por ejemplo, se puso a la mano los “shoppings centers”, aunque estuvieran a cientos de kilómetros. San Diego, McAllen o San Antonio fueron -durante muchos años- los lugares de atracción para los consumidores de las clases alta y media mexicanas y, desde luego, otros latinoamericanos.

El capital -y, consecuentemente, los capitalistas, con su designación de socios e inversores- no sólo intensificó el mercado, sino que lo desplazó geográficamente. Es decir, empezaron a construir los “shoppings center” más cercanos a las ciudades de donde procedían sus consumidores. Los grandes centros comerciales se convirtieron en un modelo de construcción para el consumo mundial del capitalismo moderno. Ese modelo no sólo se replicó en Latinoamérica, sino en el mundo entero, de tal forma que las grandes ciudades, no necesariamente las importantes, empezaron a contar con esas unidades de concentración de consumo. El desarrollo industrial -quizá el término ya esté siendo obsoleto y deberíamos decir el desarrollo bursátil o especulativo- ha multiplicado esas unidades donde se generan ganancias, crece y se reproduce una clase media-alta de consumo intenso y que requiere de centros de consumo de mercancías de lujo y suntuarias. Si uno visita Varsovia, Praga, Edmonton, Santiago de Chile o San Francisco, los “shoppings center” están ahí, como muestra de la fortaleza del modelo. Tales centros de compra -quizá esa sea una mala traducción, porque no se dimensiona el lugar donde se lleva a cabo el consumo intensivo- están adquiriendo una alta sofisticación en su esencia; es decir, cada vez son más estilizados, revolucionan la concepción arquitectónica, rediseñan las rutas para el consumidor, y con ello hacen intensivo el consumo. Tenemos la verdadera acción de “shopping center”.

Si nos desviamos un poco hacia la historia de la composición de las ciudades, o para ubicar nuestra unidad: la ciudad, ésta empezó a cobrar relevancia en el siglo XI, mediante la acción de las Cruzadas, cuando -a decir de Antonia Rivera, en su compilación sobre las ciencias sociales- a raíz los cambios sociales, la ciudad surgió en la Edad Media. El cambio también incluyó la estructura económica y la social.

Con la Guerra Santa se llevó a cabo el movimiento religioso militar que ocasionó una expansión bélica con la venia y el respaldo de la Iglesia, bajo el argumento de rescatar los territorios de la Tierra Santa que habían sido conquistados por los musulmanes. Los “cruzados”, en sus batallas, se hicieron de algunos objetos que obtuvieron cuando incurrieron en rapiña, o dicho en términos elegantes, en adquisiciones como trofeos de guerra; y esos objetos eran desconocidos en Europa, tales como tapices, alfombras y especias. El interés fue tal que posteriormente se organizaron y llevaron a cabo expediciones comerciales específicas para lograr esos intercambios.

Tales objetos eran exhibidos y puestos a la venta en las orillas de las ciudades. Las ciudades servían solamente como lugares de refugio ante las invasiones, y de protección al obispo. En los alrededores o dispersos en los bosques se encontraban los feudos o las casas de la gleba. Pero la intensificación de las ventas y las exhibiciones generaron una novedad entre la población, de tal manera que se fueron especializando en el comercio.

Refiere Antonia Rivera (2001) que las ciudades medievales, con esta modalidad económica considerada como “nueva”, aceleraron la aparición de los oficios y la elaboración de las artesanías, que impulsaron el desarrollo incipiente de las ciudades y a la postre generaron la categoría de pequeños industriales y artesanos especializados. Ellos le dieron un impulso a la actividad económica de sus regiones y, desde luego, de sus ciudades. Las ciudades medievales, conocidas como burgos, le otorgaron la nomenclatura a quienes en grupo merodeaban esos centros de comercio y oficio tratando de vender sus mercancías, de tal forma que luego fueron conocidos como “burgueses”. Estos fueron adquiriendo nuevas formas de vida y estilo de comportamiento que los diferenció de aquellos que vivían en los feudos.

Cuando me encontraba recorriendo la Cuarta y Quinta Avenida en Nueva York, comparé la intensidad de la actividad comercial con Younge Street de Toronto, quizá recordando un poco nuestro Paseo de la Reforma en México, y me replanteaba estos conceptos de ciudad y de actividad comercial. ¿Qué retos conceptuales y de experiencia nos trae contar en Querétaro con la plaza comercial más moderna e importante de México y Latinoamérica? ¿Saben a cuál me refiero?

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