Opinión

Día sesenta y ocho

Bitácora de Viaje  (de estudios socioterritoriales)

Por: Manuel Basaldúa Hernández

“El viaje es el movimiento original de la literatura. La palabra del origen es el mito: primer nombre del hogar, los antepasados y las tumbas. Es la palabra de la permanencia. La palabra del movimiento es la épica que nos arroja al mundo, al viaje, al otro. En ese viaje descubrimos nuestra fisura trágica y regresamos a la tierra de origen a contar nuestra historia y a comunicarnos de nuevo con el mito de origen, pidiéndole un poco de compasión.”  Dice Carlos Fuentes en el prólogo de la serie de libros de Fernando Benítez “Los indios de México”


El traslado de la mente hacia momentos y lugares idos, elaborados y experimentados por el viajero es un manojo de sentimientos y un cúmulo de experiencias.  Son chocantes en primera instancia respecto de sus interlocutores, pero a medida que el viajero hace su relato, el viaje cobra sentido, e involucra al que lo escucha.  El viaje tiene que ser contado para hacerse historia, tiene que seguir manteniéndose en el relato, en la crónica, en la palabra.  Una categoría de historia que le ha sido inherente desde la concreción en el libro, uno de esos vestigios lo incluye la Biblia, y los libros antiguos y de los periodos recientes.   Continúa diciendo Fuentes es ese prólogo. “Esta rueda de fuego de la literatura original, que en el mediterráneo cobra los nombres genéricos de mito, epopeya y tragedia, es la justificación y el impulso de toda literatura de viaje. Es un círculo inabarcable, que partiendo de la identificación de viaje y lenguaje, presta su forma a la poesía, de Homero a Byron a Neruda. La política ha sido determinada por Herodoto tanto como Pericles, y las mejores guías para una reunión contemporánea en la cumbre, la siguen ofreciendo los libros de viaje de Coustine y de Tocqueville, a Rusia y a los Estados Unidos, en el Siglo XIX.” Dice Fuentes en ese libro prologado en  1989 por la emblemática Editorial Era de México.

 

 

El viaje puede ser físico, material o imaginativo, totalmente abstracto.  En ambos casos permite la construcción del “otro”. El otro convertido y construido en una comunidad, un pueblo, un grupo social, un lugar y un sujeto.  El viaje es la recurrencia de la literatura, pero también es una exigencia de los trabajos académicos, de los proyectos científicos.  En ese sentido, la construcción del otro pasa de ser un pretexto epistemológico a una categoría de investigación.

Importante lo que dice Carlos Fuentes en el mismo texto: “el viaje y la narrativa son gemelos porque ambos suponen un desplazamiento, es decir, un abandono de la plaza, o sea, un adiós al lugar común, para adentrarnos en los territorios del riesgo, la aventura, el descubrimiento.”

La elevación de lo que se descubre a “ajeno, de lo que se encuentra en nuestro recorrido es una separación ortopédica para espejearnos y sorprendernos de los que somos, de lo que hemos llegado a hacer”.

En la visión antropológica de los estudios socioterritoriales la construcción del “otro” sigue los mismos pasos del enfoque etnológico. El viaje es un requisito para esa edificación de la idea del otro. La aparición de la otredad desata una línea de elaboración de conceptos, de la minuciosa y meticulosa indagación de la composición.  Un trabajo parecido a la literatura debe desarrollarse con un método que combina  disciplinas y habilidades. Disciplina histórica y disciplina etnográfica.

Los apuntes en la libreta de notas del observador deben servir como un contenedor gráfico para la observación del evento, del dato o del hecho que se registra. Es la creación literaria, en este caso, de la literatura científica. La disciplina histórica plantea un seguimiento múltiple, no es una sucesión mecánica de momentos pasados, es el registro de los datos trascendentes. La etnografía se encargara de que la observación sea rigurosa y no deje escapar elemento alguno.

Jesús Salinas Pedraza publicó en 1983 su “etnografía del Otomí”. Una monografía muy completa de esta etnia, pero la que se encuentra en el Estado de Hidalgo. Elaborada con la colaboración de Bernard Russel, un estudiante de antropología y Lingüística de la Universidad de Illinois, la etnografía del otomí tuvo una doble mirada. La del extranjero que quiso aprender el lenguaje indígena, y el maestro nativo que al enseñar otomí redescubría toda la riqueza de la cultura, y la riqueza de enseñar lo propio.

El viaje de un habitante de Chicago, si nos atenemos a la propuesta de Fuentes, nos remite al mito de la creación del Otomí. De la etnia, del hombre.

La épica de la conquista de esa tierra del desierto del Mezquital, donde la pobreza es el paisaje. Y donde se muestra la fisura trágica.  De una referencia etnográfica de Salinas se lee: “Estas heladas (en el Mezquital) empiezan con los vientos tibios que van hacia el oriente. Dos o tres días después de tal viento, regresa al occidente en forma de una nube fría con una llovizna helada. A veces cuando deja de llover al amanecer, puede haber hielo. La gente se envuelve en sarapes, y los que no tienen sarapes se sientan a la fogata donde queman troncos y hojas de maguey. Así es el Valle. Pero en las montañas queman madera de encino, leña de ocote, cedro y otras  maderas. Se sientan alrededor de la fogata hasta cubrir sus piernas con cenizas. Hay días en que la gente no se va de la fogata. Solo salen para ir al excusado. El humo molesta a algunos, sobre todo a los niños.”

 

Referimos al estadounidense, al extranjero, pero esa categoría la puede adquirir un mexicano, cuando se enfrenta a esta otredad. La cuestión está en la esencia del viaje. Cuando el viajero se sienta con la suficiente capacidad de poder descubrir, mediante la etnografía, el mundo ajeno, en donde el acceso o la restricción de los recursos son parte de la cultura y el registro de esta debe quedar en la mente del observador y en su libreta de notas. La riqueza de este trabajo estriba en que esta información no la tiene ninguna de las otras disciplinas que se aproximan a los estudios de las poblaciones y sus culturas.

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