Opinión

El arte del lugar común

Por: Víctor López Jaramillo

En la creación artística se rehúye al lugar común. Se le considera un punto muerto de la creatividad, un escaño de la mediocridad donde se estanca la innovación.

En cambio, en la política, el lugar común nos define la quintaesencia de una actividad que elude los riesgos, que sabe transitar por caminos ya recorridos y que, como definió Fidel Velázquez, sempiterno líder de la central obrera CTM, quien se mueve, no sale en la foto.

Por ello, la interrogante es cómo un creador artístico debe abordar ese tema que desborda pasiones que conocemos como política. Desde qué punto de vista tocar el tema. ¿Glorificar lo vano? ¿Repetir las líneas discursivas de los gobiernos en turno? ¿Satirizar?

En el caso del cine mexicano, por fortuna, ha eludido caer en la tentación de volver a los políticos estatuas de bronce en vida, y sí, en cambio, ha optado por decirle al príncipe que va desnudo. Todo ello, con una buena dosis de sátira, ironía y humor negro que quitan a la clase política su aura de infalible y los aterriza a su realidad.

Desde los tiempos de la carpa en México, la crítica a la política a través del humor es indispensable, un sano espacio donde la opinión pública hacía sentir su voz a través de esos personajes creados por gente como Cantinflas, por poner un ejemplo.

En el cine mexicano hay ejemplos de cómo la crítica al poder se hace desde el humor. Que en la pantalla grande, el actuar de los políticos es absurdo. Por ejemplo, la película Caltzonzín Inspector, de Alfonso Arau, basada en los personajes de Rius. O el filme Ante el cadáver de un líder o la que desde el nombre satiriza el actuar de la clase política: El gran perro muerto.

A esa escuela que evidencia el absurdo de los hombres del poder pertenece el director de cine Luis Estrada. Y contrario a lo que pudiera pensarse de un creador, lejos de alejarse del lugar común, se adentra en él, su obra vive en el lugar común y de ello es capaz de crear una obra completamente nueva.

Lugares comunes que van desde el título de sus obras como La Ley de Herodes, Un mundo maravilloso, El Infierno y la obra que completa su tetralogía: La dictadura perfecta.

Buscarle un rasgo de originalidad sería ocioso. Esa no es la pretensión de Estrada, sino que a partir del lugar común, nos muestra el absurdo de la política, lo que provoca que el espectador al terminar la película se pregunte cómo es que no lo había notado.

Primero, en el microcosmos que recrea en el ficticio pueblo de San Pedro de los Saguaros y su alcalde Juan Vargas, que acaba siendo una representación de la realidad mexicana del siglo XX. Un despistado la pudiera tomar como un documental más que como una obra de ficción.

Lo mismo sucede en Un mundo maravilloso y en El Infierno. Toma los lugares comunes de la realidad mexicana y, como los paleontólogos que juntan unos cuantos restos óseos y a partir de ellos reconstruyen todo un dinosaurio, Estrada nos muestra que con los lugares comunes que usa la clase política se puede evidenciar y denunciarlos.

Su más reciente obra, La Dictadura Perfecta, frase acuñada por el Nobel Mario Vargas Llosa, logra hilar todos los lugares comunes de la política mexicana: desde la frase pronunciada por el cacique Santos, esa que dice que en política, la moral es un arbusto que da moras, si no, vale para pura…, hasta el político pobre es un pobre político, para presentarnos hasta qué punto la política mexicana huele a podrido.

A eso hay que sumarle la capacidad de Estrada de sumar las microhistorias de la política mexicana para crear una gran historia que nos muestre como es que nuestro país pasó de la esperanza democrática en 2000 al desencanto del 2012. Todos los personajes, todas las historias están allí e intentan responder a la pregunta, parafraseando nuevamente a Vargas Llosa, ¿cuándo se jodió México?

La dictadura perfecta deja al final un sabor amargo; al espectador que acude a verla con sus palomitas, éstas le sabrán más amargas que acarameladas. El humor negro, la ironía están presentes, la obra empieza como comedia y termina como tragedia. México, finalmente, es una tragicomedia, como la definió José Agustín. A veces con lapsos más amargos, algunos dulces, nuestra historia es agridulce y ello está presente en la nueva película de Luis Estrada.

 

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