El cosmopolitismo de K. A. Appiah (primera parte)
Por: Rodrigo Chávez Fierro
@chavezfierro
Querétaro Internacional
En su obra titulada Mi cosmopolitismo (Katz Editores, 2008), K. A. Appiah, nos ofrece un recorrido por el pensamiento cosmopolita desde la antigua Grecia hasta los enemigos actuales del cosmopolitismo. La primera figura de quien sabemos que dijo ser un ciudadano del mundo –kosmou polites en griego, que es de donde proviene la palabra “cosmopolita”-, nos dice Appiah, fue Diógenes.
De Diógenes podemos aprender, dice nuestro pensador, que: 1) no necesitamos un gobierno mundial único, pero 2) debemos preocuparnos por la suerte de todos los seres humanos, tanto los de nuestra sociedad, como los de las otras, y 3) que tenemos mucho qué ganar de las conversaciones que atraviesan las diferencias.
Cuando la idea del cosmopolitismo fue retomada por la Ilustración europea, sigue su recorrido histórico, su esencia era la misma: el interés general por la humanidad sin el deseo de que existiera un gobierno mundial. Entonces, el cosmopolitismo moderno creció con el nacionalismo, no como alternativa sino como complemento.
Es por ello que esta idea no se condice con un gobierno mundial. Porque las diversas comunidades tienen derecho a vivir de acuerdo con sus propias normas. Porque los seres humanos pueden prosperar en muchas formas diferentes de sociedad. Porque hay numerosísimos valores según los cuales vale la pena vivir, y nadie ni ninguna sociedad individual está en condiciones de explorarlos a todos, expone Appiah.
También encontramos el cosmopolitismo en el plan de Immanuel Kan para lograr la paz perpetua, verdadero origen de la idea de la Liga de Naciones, precursora de las Naciones Unidas. Hasta ahí con el recorrido histórico.
El cosmopolitismo es universalista: un cosmopolita cree que todos los seres humanos somos importantes y que tenemos la obligación compartida de cuidarnos mutuamente. Sin embargo, también acepta el amplio abanico de la legítima diversidad humana. Y ese respeto por la diversidad proviene de una noción que también se remonta a Diógenes: la tolerancia ante las elecciones de otras personas en cuanto a la forma de vida, y la humildad respecto del conocimiento propio.
Si aceptamos la idea de que vivimos en un mundo con muchas personas diversas y nos proponemos convivir con los demás en respetuosa paz, necesitaremos entendernos mutuamente, incluso si no estamos de acuerdo.
Sólo en los últimos siglos, a medida que cada comunidad se imbricaba en una red única de comercio y una cadena global de información, hemos llegado al punto en el que cada uno de nosotros está en condiciones de imaginar sensatamente la posibilidad de ponerse en contacto con cualquiera de los otros 7 mil millones de seres humanos y enviarle algo que valga la pena tener: una radio, un antibiótico, una buena idea. Desafortunadamente, también podemos enviarnos, tanto por negligencia, como por malicia, cosas que pueden hacer daño: un virus, un contaminante ambiental, una mala idea. Y las posibilidades de beneficiar y de perjudicar se multiplican más allá de toda medida cuando se trata de políticas que los gobiernos imponen en nuestro nombre.
La existencia de medios globales significa que ahora podemos saber más uso de otros, y los enlaces globales -económicos, políticos, militares, ecológicos- significan que podemos influirnos (y nos influiremos inevitablemente) unos a otros. Como consecuencia, tenemos una real necesidad de desarrollar un espíritu cosmopolita.
En el corazón del cosmopolitismo moderno está el respeto por la diversidad de la cultura, no porque las culturas sean importantes en sí mismas, sino porque las personas son importantes y la cultura les importa.
Como consecuencia, allí donde la cultura perjudique a las personas -a los hombres, a las mujeres, a los niños-, el cosmopolitismo no tiene por qué tolerarla. No tenemos por qué tratar el genocidio o la violación de los derechos humanos como un aspecto más de la pintoresca diversidad de la especie o como una preferencia local que casualmente tienen algunos totalitarios.
Una de las razones para no proceder de esta manera es que los cosmopolitas, por herencia de nuestros antepasados griegos, admitimos la falibilidad del conocimiento humano. El cosmopolitismo parte de la doctrina filosófica del falibilismo: el reconocimiento de que podemos equivocarnos, aun cuando hayamos considerando la prueba con el mayor de los cuidados y hayamos aplicado nuestras más altas capacidades mentales. Un falibilista sabe que no está exento de cometer errores en su apreciación de las cosas.
Ahora bien, la conversación global es una metáfora: necesita interpretación, al igual que la metáfora de la ciudadanía global. Ello es así, claro está, porque no podemos, en sentido literal, conversar con los otros 7 mil millones de extraños que habitan el planeta. Pero una comunidad global de cosmopolitas consistirá de gente que aprende acerca de otros modos de vida, a través de la Antropología y la Historia, las novelas, las películas y las noticias que aparecen en los diarios, la radio y la televisión.
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