Opinión

El cuerpo humano en la era de la mercancía

Por Araceli Colín Cabrera

Las formas de producción económicas de un grupo son la vía para enlazar a los cuerpos con un orden social. No sólo enlaza a los individuos sino a sus cuerpos, pues el trabajador tiene que entregar su fuerza de trabajo a cambio de bienes o dinero para su supervivencia. Sea en la condición de esclavo o en la de obrero, de empleado o de trabajador intelectual, el cuerpo ha sido vendido a lo largo de la historia a aquél que extraerá una plusvalía. Sin embargo, nunca como hoy el cuerpo ha sido reducido a una mercancía.

El lazo social es impensable sin el discurso y, por tanto, el cuerpo y las vicisitudes de su devenir se relacionan con ambos. El cuerpo humano es un microcosmos que está tejido con esos discursos sociales y, como dicen Haber y Renault, el cuerpo no es ni una materia infinitamente maleable por las normas, ni una fuente natural de subversión revolucionaria, ni tampoco un simple receptáculo de las interiorizaciones sociales.

Si el cuerpo es un archivo sensible a los discursos sociales, el tratamiento que el neoliberalismo les da revela la violencia en la que está inmerso: sea que los adolescentes se corten con navajas en los brazos, sea que las artistas sean moldeadas por sus managers para hacerlas cada vez menos singulares y más estrafalarias y vendibles, o que las modelos sean adelgazadas hasta volverlas anoréxicas, sea que se venda la carne del boxeador o del futbolista, sea que se contraten a “mulas” del narcotráfico, que se realice toda clase de cirugías estéticas o que exista un mercado negro de órganos, el cuerpo se revela como la superficie donde se escriben esos discursos. En la ley de la oferta y la demanda el cuerpo es un valor intercambiable.

¿Qué pasa con los cuerpos en la ciudad a diferencia del campo? ¿Cómo son usados esos cuerpos? ¿Qué nos muestra la más elemental observación cuando miramos el cuerpo humano en un contexto urbano y en el rural? Que la división del trabajo entre campo y ciudad deja a los primeros el trabajo más pesado, menos apoyado por los gobiernos y más desvalorizado en términos económicos y en el aislamiento y marginación de muchas comodidades.

La violencia depredadora de los cuerpos está presente en las políticas laborales actuales –úsese y tírese–. Si usted rebasa cierta edad, es un objeto de desecho del mundo laboral. Sea porque hay que trabajar el doble, en la condición de obrero, para poder sobrevivir, o sea porque hay que saber mucho para lograr el expertismo. El experto, el homus tecnicus, se apega al lenguaje técnico y se aleja de sus propias palabras y de las de los otros, que sólo ellas le permitirían preguntarse sobre el sentido de su existencia, como señala P. Julien. El experto cree saber mucho de su técnica e ignora lo fundamental de sí mismo.

Hannah Arendt afirma que no hay escenario más contradictorio que miles de trabajadores sin trabajo, sin aquello que los define en su identidad, y podemos agregar también miles de campesinos sin poder sembrar, porque no hay condiciones para vivir de eso. Así vemos en nuestra ciudad a productores de diversos frutos tratando de vender su mercancía en los semáforos.

Un campesino productor de melón trató de inmolarse en el Zócalo (La Jornada, 15 de julio de 2003), prendiendo fuego a su chamarra como protesta, luego de que la policía le impidiera la venta de su producto. Trataba de vender la fruta en cinco pesos cuando su precio en los supermercados alcanzaba los 10 pesos. Su producción era de más de 15 toneladas, y se la querían comprar a tres centavos el kilo.

A ese cambio en el modo de concebir el cuerpo propio y de los otros contribuyen los avances de la ciencia sobre el lazo social y, en consecuencia, sobre los cuerpos. Esa velocidad del mercado, aunada a la velocidad cibernética, ha acelerado nuestras vidas, les ha impuesto un estrés adicional e incrementado una exigencia brutal a la supervivencia.

Si en esta lógica neoliberal se producen intentos de escritura –como los tatuajes– promovidos también como mercancía, responden estas escrituras más bien al desesperado intento de salir del anonimato producido por la masificación, de asignarse en la piel un sitio, un código, una imagen, una referencia que no está subjetivada pero que requiere portarse en el cuerpo para que alguien la lea, para no desaparecer entre los objetos y en la masificación de los sujetos. Es quizás también una explicación posible a la avasalladora necesidad mundial de los grafitis. La escritura evita que los sujetos desaparezcan, les da un sitio.

La ciencia no ha dejado de dialogar con la ley de la sustitución mercantil del mundo neoliberal. En la pretensión de alejar al ser humano de sus límites, propone que se puede disimular el envejecimiento con auxilio de la cirugía plástica, o que se puede no gastar el cuerpo si se encarga un niño de probeta. También se discute hoy en México la posibilidad de contratar a una mujer para que preste el útero de una pareja infértil a cambio de una remuneración económica. Hoy se puede incluso acceder a un trasplante de rostro. Todos estos cambios no se realizan sin consecuencias para la subjetividad.

Es innegable que, en muchos casos, la ciencia ha producido cambios que transforman para bien la vida de una persona, pero que también han dado lugar a nuevos tráficos. La ciencia y el mercado han pretendido borrar el lugar de la falta. Una pretende obturarlo con prótesis o híbridos, y la otra con mercancías.

Pero, al final, todo entra en el río de las mercancías y en la lógica de la sustitución, incluso una cierta concepción del “duelo”. Por ejemplo, una empresa de Barcelona, en 2009, ofrecía transformar las cenizas de su difunto en diamantes. En la antigüedad también los cuerpos se vendían, pero no era el mercado la máxima referencia dominante, ni era la ley dominante la de la ganancia económica, aún no estaba globalizada esta lógica. El reto hoy es cómo habitar el cuerpo para hacerlo propio y singular y resistir a los discursos imperantes para sustraerlo de esa maquinaria que lo vuelve mercancía.

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