Opinión

El nuevo Leviatán y sus intelectuales sumisos

Por María del Carmen Vicencio Acevedo

 

El Leviatán es un monstruo marino del Antiguo Testamento, referido por diversos autores, para nombrar a un poder generalizado que apabulla o abate. Así llama Thomas Hobbes al poder del Estado.

A diferencia de Rousseau, creyente de la bondad del individuo, Hobbes consideraba al hombre egoísta por naturaleza, pobre y solitario, movido por dos intereses: Acercarse a lo que lo satisface y desea (el poder y el placer); o alejarse de lo que lo hace sufrir o peligrar. La guerra de todos contra todos, surge del choque de intereses individuales, y se libra para obtener algo que no alcanza para todos; por miedo y búsqueda de protección frente a otro (que más vale eliminar); o por deseo de gloria y dominio sobre los demás.

Hobbes explica al Estado, como instancia necesaria para poner fin a los conflictos, que hace valer el “contrato social”, que da paz, seguridad y otras ventajas comunes a los individuos. El contrato obliga a cada firmante a ceder parte de su poder, con tal de recibir los beneficios de la vida en común. Para que el Estado funcione, debe ser fuerte y generar cohesión. Con tal de sentirse tranquilos y protegidos, la mayoría de los individuos asume una considerable disminución de sus libertades e, incluso, de su dignidad.

Los hombres de hoy vivimos en un Leviatán peculiar; en algunos aspectos, parecido, pero en otros muy distinto del que pensó Hobbes, pues carecemos de un Estado fuerte. Lo que actualmente nos abruma o aplasta surge, en buena medida, del creciente debilitamiento de nuestro gobierno, nuestras leyes, nuestras instituciones, nuestra cultura… Lo que nos apabulla no es el exceso, sino la falta de Estado, la falta de una autoridad que regule y “meta en cintura” la voracidad de los abusivos.

Ese Estado, que alguna vez reguló (mal o bien) a los mexicanos, fue seducido o violado y reducido a la esclavitud, en las últimas décadas, por un Leviatán mucho más poderoso, y al que todos se someten. Algunos llaman al nuevo Leviatán, “neoliberalismo”, cuyas características fueron más que descritas en un número anterior de Tribuna de Querétaro, dedicado a ese tema.

Otros, consideran, por el contrario, que lo que padecemos hoy, NO es exceso de liberalismo, sino falta. Carlos Elizondo, investigador del CIDE (Centro de Investigación y Docencia Económicas), por ejemplo, considera un error (en su libro: Por eso estamos como estamos), la afirmación de que la causa principal de la crisis mexicana es el neoliberalismo y cuestiona a quienes tachan peyorativamente de “neoliberales” a ciertas reformas legislativas, dirigidas a lograr que nuestro país se adecue a las nuevas condiciones económicas. Culpar al neoliberalismo, o a las grandes empresas de la crisis mexicana es, según Elizondo, evadir la responsabilidad de las graves consecuencias que han tenido decisiones concretas, tomadas por los gobiernos y otros actores sociales de las últimas décadas.

Otros países más pobres que el nuestro y sujetos al neoliberalismo, no están tan mal como nosotros. Hay una responsabilidad específica de esos gobiernos que han permitido (o incluso impulsado) el crecimiento del corporativismo, la burocracia parásita, la corrupción, la impunidad, el proteccionismo y privilegios fiscales de los grandes monopolios. Para Elizondo, salir de nuestra crisis implica dejar de mantener a los burócratas perezosos y aviadores; desmantelar el corporativismo de los sindicatos que boicotean todo intento de modernización; acabar con los monopolios y los privilegios que otorga Hacienda a unos cuantos. El verdadero liberalismo, la amplia competencia y el premio al mérito son algunas condiciones para salir de la crisis.

Uno de los planteamientos extraños de Elizondo es el reconocimiento de la importancia de un Estado fuerte, que impulse y a la vez regule esa libre competencia. Digo extraño, porque, hasta donde entiendo, la condición central del liberalismo, es precisamente el debilitamiento del Estado, la no intromisión de éste en las relaciones mercantiles entre individuos, la reducción de los impuestos al mínimo y de su función reguladora, pues ésta estorba a la libertad del despliegue empresarial. El libro de Elizondo merece un análisis detenido, que nos desviaría de los propósitos de este artículo. Coincido con él en su señalamiento de que México, independientemente de la crisis global, tiene una responsabilidad específica en el malestar que vivimos; coincido también en que requerimos un Estado más fuerte (aunque hay que explicar para qué).

La debilidad del Estado en México ha dado lugar a dos fenómenos opuestos, que nos atrapan como en un emparedado (El nuevo Leviatán).

Por un lado, La falta de un sólido proyecto de nación propio y, por consiguiente, de proyectos adecuados a nuestras condiciones, nuestras necesidades, nuestra (buena) idiosincrasia, en los ámbitos de la producción (o economía primaria), de la educación, de la ciencia, de la tecnología, de la cultura, etc., agravan nuestra situación de dependencia económica y nos llevan a abrir simplemente las puertas, y a asumir sin chistar “recomendaciones” que nos imponen los organismos internacionales (OCDE, BM, FMI…).

En el caso del sistema educativo, por ejemplo, estamos siendo sometidos al modelo Tuning (expresión inglesa que significa “poner a tono”), en la lógica (idílica) de que todos (los miembros de la OCDE), aunque tengan características muy diversas, han de comportarse como una gran orquesta, entonar la misma melodía, seguir la misma partitura, al mismo ritmo, guiados por el mismo director, para pensar unidimensionalmente (Marcuse) y lograr el máximo progreso (dicen). Quienes no participen, simplemente no recibirán los beneficios del Banco Mundial.

Esta advertencia se da en diferentes niveles: país, sistema educativo, instituciones o individuos. Así, México ha adoptado un sinfín de programas “de calidad”, para la educación, la investigación, la gestión escolar y demás: SNI, PROMEP, PIFI, PROMIN, PROFEN, Carrera Magisterial, PEC, ACE, PARAEIB, etc., siglas que los refieren y que no tiene caso desglosar; baste decir que someten a las instituciones, los investigadores, extensionistas, docentes de nivel básico, medio y superior a absurdos y sofisticados trámites y exigencias burocráticas, que van minando la autonomía institucional y la libertad de cátedra (universitarias), el amor por el conocimiento, el compromiso con la profesión y con el pueblo, el sentido del trabajo, las ganas de hacer las cosas y, por consiguiente la calidad en el servicio. Lo peor: van consolidando una cultura de la simulación, la superficialidad, la ignorancia y la transa, que empobrecen considerablemente el conocimiento, el sentido común, la capacidad crítica y creativa y la confianza en el propio poder transformador.

La clase intelectual que tenía la responsabilidad social de guiar al resto de la población hacia una mejor comprensión del mundo en que vivimos, y de “iluminar”, descubrir o inventar nuevos caminos, padece de apoltronamiento y a la vez de sumisión frente al poder; vive abrumada, presionada por tanta burocracia (para juntar sus puntos), que “no tiene tiempo” para reconocer lo que sucede afuera de su microespacio y, mucho menos, para actuar en consecuencia. Evita en lo posible cualquier conflicto que la lleve a perder sus privilegios o a ser señalada como “incómoda”. “Más vale no hacer ruido, no discutir, ni disentir. Oponerse no es civilizado, es obsoleto, pone en peligro viejas amistades, exige trabajo extra y pone en peligro mi lugar en el SNI. ¿Para qué disentir, si ya todo está decidido y nada puede hacerse? Si hacemos olas, nos quedaremos sin recursos”.

Así, como no hay oposición frente al modelo dominante, éste penetra fácilmente todos los espacios y las mentes. En el otro extremo de la pirámide social, mezclada con la sufrida clase trabajadora, está la plebe inculta, grosera y resentida; esa gran muchedumbre, humillada y excluida de los beneficios de la cultura; que sobrevive como puede, en el comercio informal (incluido el narcomenudeo); a la que “no le queda más remedio” que corromperse o perder la dignidad; la que se deja convencer por una despensa, no importa si es del PRI o del PAN y también la que vive alienada por los medios masivos y la sociedad de consumo. Una clase pobre y gris, que va en aumento y se cuela, como el agua, por todos los rincones; que se alía con la delincuencia organizada, y que logra incluso (en más casos de los que nos imaginamos), subir a medianos y altos puestos, para imponer a los demás su ignorancia, mediocridad y autoritarismo vengativo.

Aprendí de uno de mis queridos estudiantes una palabra que desconocía: OCLOCRACIA, el gobierno de la muchedumbre, patana e inculta, sin proyecto, que ve a cualquier institución como un botín más. Una clase que camina libre hacia la cumbre, apoyada en el silencio y el vacío que dejan los intelectuales “apolíticos”.

metamorfosis-mepa@hotmail.com

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