Opinión

La agenda que viene

Por Efraín Mendoza Zaragoza

Conforme vaya asentándose el polvo que levantó la contienda por la Rectoría de la Universidad, en nuestro fuero interno todos iremos traduciendo los hechos en lecciones personales y en lecciones institucionales. Entre las cosas útiles que nos pueden dejar coyunturas como la que acabamos de vivir es que nos muestran, de manera clara y distinta, la naturaleza de los actores y la hechura y entereza de cada persona. De pronto todo entra en tensión y las esperanzas se funden con el azoro y el desencanto. Así, todo concurre en la plaza pública y no es difícil distinguir cómo alternan los métodos políticos más irrespetuosos, el pragmatismo de la hora del vendaval y la náusea de las prédicas que no superan el primer golpe de realidad.

 

Dentro de la revisión autocrítica, habría que asumir una primera y obvia lección. Si no cae la comunidad universitaria en la tentación de renunciar a su derecho a elegir, como una derivación de su derecho al autogobierno, es necesario diseñar reglas democráticas y constituir órganos garantes con autoridad e independencia frente a los candidatos y frente al propio Rector en funciones. Las nuevas reglas tendrán que fijarse en un plano que equilibre la formalidad jurídica con el honor universitario. Que no sólo regulen la competencia sino que se fijen sanciones y se norme la parte impugnativa. Estas reglas son de tal prioridad que tendrían que adoptarse pronto para que sean probadas en la elección de directores, en la próxima primavera.

 

Una segunda cuestión: el debate fue penosa e irresponsablemente expulsado como eje de nuestro ejercicio democrático, cosa que en parte le debemos a la Comisión Electoral y su precaria actuación. Entre los efectos perniciosos de esa renuncia colectiva a la discusión abierta, tenemos que lo que debió ser puesto sobre la mesa de la confrontación encontró su cauce en el anonimato y los ríos subterráneos del rumor y la descalificación personal.

 

El reverso del modelo de “presentaciones” amables, como si se tratara de una representación teatral, fue visible en los cuartos de guerra y en las amplias zonas de intolerancia, que conectan baños, cubículos, pasillos y cafeterías. Ahí pudieron verse algunos rasgos que en nada enaltecen el espíritu universitario: nadie escucha a nadie (y si alguien parece que está escuchando, es que está preparando su refutación); nadie se abre al pensamiento del otro, y nadie le reconoce nada a nadie.

 

Más que por lo que dicen ante el pizarrón sus maestros, los estudiantes aprenden viendo cómo hacen las cosas sus maestros, de ahí que muchas veces se enseña a los estudiantes a grillar en lugar de enseñarlos a entender y hacer política. En la estrecha mente de no pocos que son alérgicos al pensamiento complejo, hoy el mundo se divide en leales y traidores. La ecuación es sencilla: la grilla florece donde no hay trabajo académico. Todo esto es penoso, deshonroso y letal para nuestra institución. Si partimos de que una institución es una articulación de fortalezas tenemos que empezar por escucharnos unos a otros. Que sea el trabajo el que hable por cada uno de los universitarios.

 

En términos generales, la Universidad está obligada a mostrar con actos su capacidad crítica y su potencial creador. Lo anoté así en una colaboración anterior, publicada en los días de la campaña por la Rectoría: “Es lamentable constatar que, frente a los últimos procesos electorales, esta vez se retrocedió. Reclamamos democracia afuera y exigimos madurez a los actores políticos, y debemos seguir haciéndolo, pero de este examen no saldremos bien librados. Hoy se desaprovechó una gran oportunidad de que la Universidad mostrara que tiene un concepto moderno de democracia” (Tribuna de Querétaro, 597, 24 de octubre de 2011).

 

Con toda seguridad, cuando se haya asentado el polvo y la comunidad universitaria debata de manera amplia el conjunto de reglas electorales, habrá espacio para poner sobre la mesa el diagnóstico colectivo que nos permita comprender qué fue lo que pasó en este proceso interno, estación indispensable para pasar al cómo deben ser nuestros procesos internos. Debe la Universidad restaurar su autoridad como aula crítica que tiene en el conocimiento su gran basamento de acción pública. Sólo el ejercicio autocrítico podrá apuntalar su autoridad frente a la actuación, casi siempre lamentable y devastadora, de los actores políticos.

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