La democracia desquiciante y la democracia posible (Segunda parte)
Por María del Carmen Vicencio Acevedo
En mi artículo anterior comentaba cómo, el rumbo que ha seguido la democracia, en el marco del capitalismo, la ha ido corrompiendo hasta reducirla a una carrera desenfrenada por el poder, en la que unos y otros se convierten en enemigos, y están dispuestos a todo con tal, no sólo de vencer, sino de anular o incluso destruir al contrincante. La guerra democrática se vuelve especialmente feroz, en los momentos electorales, en los que resulta muy difícil mantener la cordura y la templanza.
Esta forma de democracia nos llega de ese imperio, que impone sus leyes del mercado en todos los espacios, incluida la política. Ganará, en la competencia, no sólo el que mejor venda su producto, sino el que mejor demuestre a las mayorías, que el contrincante no es digno de confianza y que su producto está podrido. Las frases del IFE (“Con tu participación, nuestra democracia crece” y otras), carecen de fuerza para cambiar el enfoque dominante. En la democracia capitalista, la participación ciudadana se reduce al voto; un voto que da a muchos facinerosos, disfrazados de demócratas, “el derecho legítimo” de conseguir cada vez mayores prebendas en su carrera política. Por eso a los gobernantes rufianes les resulta relativamente fácil, abandonar su responsabilidad pública, dando la espalda a sus electores, cuando en el camino encuentran un atajo que los lleve más rápido al lugar del tesoro.
En las instituciones educativas de nivel superior, que cuentan con espacios democráticos, el esquema capitalista se repite y los procesos llegan a ser altamente desgastantes para todos los implicados; en especial porque los académicos y estudiantes, dedicados institucionalmente a la reflexión crítica, cobran conciencia de las graves contradicciones que encierra esta forma de gobierno.
De hecho, si lo pensamos bien, hablar de democracia capitalista no es precisamente un oxímoron (figura literaria que une dos conceptos opuestos, buscando poesía), sino un contrasentido, porque esta expresión une dos formas de organización social altamente contradictorias. Por un lado, el capitalismo que implica, por definición, la libertad del individuo para enriquecerse o la concentración de la riqueza en unas cuantas manos (las de los empresarios más fuertes y audaces). Por el otro, la democracia que, por definición, consiste en el gobierno del pueblo, para beneficio de todo pueblo (no sólo de unos cuantos). Hablar de una “democracia sin adjetivos”, como propone Enrique Krauze, es un nuevo absurdo que no resuelve el problema, porque cualquier democracia es histórica y en cada contexto adquiere características propias.
Si la democracia capitalista es un contrasentido, entonces, ¿qué es lo que tenemos?
Frente a tanto desgaste, tantas heridas, tanta corrupción, desilusión del otro y frustración, la conclusión que se apetece como “mejor para todos”, es eliminar los procesos democráticos para transitar a modos de relación “más pacíficos”.
Esto ya lo había previsto Thomas Hobbes, en el siglo XVII: “La democracia no es el mejor régimen, porque es contraria a la naturaleza humana”. Cuando en una tribu hay diferentes opiniones, los desgarradores conflictos internos impiden que la comunidad prospere. Si esto no es así, entonces, ¿por qué a la izquierda le resulta siempre tan difícil llegar a acuerdos y, en cambio, los grupos conservadores progresan y alcanzan gran poder, siguiendo disciplinadamente a un solo líder? ¿Por qué en varios de los países, en los que los indignados gritan en las calles, protestando contra los malos gobiernos, vuelve a ganar la derecha en las elecciones?
Otro defecto de la democracia es que permite subir al poder a mucha gente extremadamente ignorante, que no fue preparada para gobernar.
El hombre, en un estado primitivo vive en guerra continua, dice Hobbes; sólo alcanza el progreso cuando cede o transfiere sus derechos a un poder absoluto que le garantice el estado de paz: al sabio monarca. La ventaja de la monarquía es que el soberano sólo podrá permanecer en el poder si atiende efectivamente la satisfacción de necesidades básicas de su pueblo. Un soberano fuerte sólo es posible, cuando su pueblo es fuerte. Si el pueblo sufre, se desquitará derrocando a quien lo ha sumido en la desgracia.
Sin embargo, después de todas las terribles experiencias que la humanidad ha tenido con las monarquías y las dictaduras, lo que plantea Hobbes no resulta convincente, al menos no para México. Por eso, de este lado del mundo, seguimos embarcados en las luchas democráticas, que “aunque defectuosas, son perfectibles”, así es que “sólo nos queda mejorar los procesos” y por eso “estamos dispuestos” a que el IFE gaste en ellos cada año miles de millones de pesos (el presupuesto para el 2012 gira en torno a los 16 mil millones); los partidos políticos contratan, por su parte, a los mejores (y de paso más voraces) estrategas del marketing político, en especial las televisoras, y quien más gana con estas “mejoras” sigue siendo el mercado.
En las instituciones educativas de nivel superior se dan algunas diferencias. Por principio, la lucha democrática está más regida por la academia; generalmente se prohíbe que los contendientes gasten recursos propios o de la institución en hacerse propaganda, y las votaciones son precedidas por diversos foros de presentación de propuestas; sin embargo, la lógica capitalista impera, porque no hemos aprendido otra. La guerra feroz sigue estando presente y los procesos desgastan tanto a las comunidades educativas que muchos terminan hartos y asqueados; se vuelven “apolíticos”; no quieren saber nada de procesos electorales, e incluso terminan por retirar la palabra a sus contrincantes.
En este contexto de desgaste, se presenta el peligro de percibir, como “solución al problema”, la instalación de formas de control institucional, que lleven a considerar a la democracia no sólo como “estorbo”, sino como una práctica desquiciante que más vale evitar, en bien de la salud institucional. Entre esas formas de control se encuentran los llamados programas de calidad, de certificación y demás, que se vienen imponiendo en las instituciones, desde la OCDE. Con estos programas, ya no son necesarios ni la autonomía universitaria, ni los consejos académicos (en los que participan directivos, maestros y estudiantes), pues gobernarán, “por de faul”, quienes mejor se alineen a los dictados del Banco Mundial.
Afortunadamente, en varias partes del mundo están surgiendo diversos proyectos democráticos alternativos que constituyen el germen de una forma de organización social, contra-hegemónica. En América surgió en 1997 la Alianza Social Continental, en franca oposición a la agenda neoliberal dominante de la ALCA (Área del Libre Comercio de las Américas). Desde entonces, la ASC ha venido realizando diversas Cumbres de los Pueblos, para definir un nuevo estatuto social: “Frente al mercado, las personas y la vida humana son primero; frente al lucro, la primacía de la solidaridad; en contra de la integración neoliberal, la autogestión comunitaria; frente a la exclusión de la mayoría, la inclusión de todos…”
Siguiendo el mismo enfoque, en el terreno pedagógico, son ya un hecho, en diversos lugares, las comunidades educativas democráticas, como microespacios abiertos, que constituyen experimentos sociales, en los que todos, independientemente de su edad, género o condición social, etc., intervienen, mediante asambleas, en la toma de decisiones, en los aspectos que conciernen al trabajo de la comunidad. Sus procesos de negociación se caracterizan por el diálogo, la transparencia, buscando compaginar los intereses individuales y los colectivos, sin marginar las opiniones o propuestas minoritarias.
En estas comunidades educativas democráticas todos saben que son responsables de dar su mejor esfuerzo por el bien propio y de los demás. No cabe la lógica de la guerra de competencias, ni la división entre ganadores y perdedores. Las voces disidentes reciben una atención especial, no sólo porque en ellas se encuentran con frecuencia propuestas de mejora altamente creativas, sino porque todos tienen derecho a ser escuchados. El proceso de enseñanza-aprendizaje no es unidireccional; la comunidad no se divide en maestros y alumnos, sino se organiza en educadores-educandos y educandos-educadores (como decía Freire).
Varias de esas comunidades han dado un paso, fuera del mundo escolarizado para abrirse al barrio, en donde el rescate y la potenciación de los valores socioculturales, así como el cuidado ecológico son especialmente relevantes. Algunas aspiran a ampliar esta forma de organización democrática a toda la ciudad.
La condición de que estas comunidades democráticas alternativas existan es que gocen de cierta autonomía y no se subordinen a la lógica capitalista imperante. En el caso de Querétaro, organizar una, implicaría, además de un grupo de ciudadanos entusiastas, dispuestos a hacer el proyecto y a comprometerse con él, vinculándose con comunidades similares en todo el mundo, que les den la fortaleza necesaria para sobrevivir.
Como esto parece un tanto lejano, los interesados pueden ir ganando más ideas sobre dichas alternativas, en: http://www.ciepac.org/, http://www.forumsocialmundial.org.br/, http://www.asc-hsa.org, www.fimem-freinet.org, O en García Gómez, Teresa (2011). Rompiendo muros. La educación democrática: proyecto comunal de ciudadanía. REIFOP, 14 (2). (Enlace web: http://www.aufop.com).
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