Opinión

La Extranjera

Por: Mariana Díaz

Imagínate un México sin su tradicional y arraigadísimo “sector informal”: una plaza con kiosco pero sin puestos de artesanías, ni antojitos; una ciudad sin vendedores ambulantes; un supermercado sin “cerillitos” que nos ayuden a guardar en bolsas toda nuestra despensa; una oficina sin el pastel casero que vende la secretaria; un semáforo en rojo sin chavos que vengan a limpiar el parabrisas; una estación de metro sin tamales y atole al final del camino; una noche de fiesta sin tacos -pero de esos buenos que sólo se comen en los puestos callejeros-.

Hay que hacer un esfuerzo concienzudo y detallado para imaginar un paisaje urbano tan distinto. Sin embargo, lo intento, y un México así sólo se me ocurre dentro de dos posibles escenarios: Uno donde la legislación laboral fuera tan justa y donde los impuestos fueran tan transparentemente utilizados para el bien común, que los empresarios no tendrían forma ni justificación para evadir sus obligaciones con el estado, y todos los empleados tendrían acceso a trabajos dignos y bien remunerados. El segundo escenario en el que pienso, no necesitaría un sistema distinto, simplemente dejaría a 28.7 millones de personas sin su única alternativa de subsistencia, y dejaría a todas nuestras ciudades sin la vida que actualmente se respira a lo largo de calles y plazas.

Yo llevo cuatro meses viviendo en Francia, y desde entonces, más que imaginar, he visto cómo funciona un país cuyo sector informal no cuenta con el vistoso comercio ambulante con el que nosotros contamos… Para ser más precisa, eso no existe aquí. No es que mi vida haya dado un giro de trescientos sesenta grados, pero curiosamente sí ha sido uno de los aspectos más lentos de asimilar.

Cuando le conté de todo esto a una de mis mejores amigas, se le iluminaron los ojos y lo vio como una oportunidad de negociazo: se le ocurrió que con un poco de harina y la receta de “chorizo con papas” -que para los franceses es extraordinaria porque no pica y además son sabores que no les resultan extraños- podría poner mi puesto de quesadillas y gorditas en la plaza principal de la ciudad. “¡Cien por ciento, Mari!”, me decía ella mientras me imaginaba como embajadora cultural, exportando un poco de nuestras delicias culinarias. “Les va a encantar, y como esto de los ‘antojitos’ no es un concepto que ellos conozcan, seguro que pagarían súper bien por tus quesadillas”. Si eso se pudiera, definitivamente lo habría hecho.

Pero los franceses casi no desayunan y rara vez -muy rara vez- comen entre comidas, así que cualquier posible cliente, antes que nada, habría tenido que vencer una barrera cultural. Además de eso, cualquier alimento, botana, o bebida que se vaya a vender, debe prepararse bajo estrictas normas de sanidad, y se compra siempre dentro de un establecimiento fijo. Incluso los kebab, que son una especie de sándwich árabe y que cumplen la función de los tacos, se preparan dentro de establecimientos rigurosamente higiénicos.

En otra ocasión, supe de un chico que viajó desde México hasta Francia, cargado con artesanías típicas con la idea de venderlas y ganar un buen dinerito. Lo que este chico no sabía era que sólo los inmigrantes africanos se arriesgan a realizar ese tipo de comercio, casi siempre souvenirs relacionados con motivos turísticos de Francia, únicamente en zonas muy precisas de la ciudad, y por supuesto, ellos no permitirían que un mexicano viniera a hacerles competencia.

También me sorprende cómo en Francia el concepto de propina es prácticamente obsoleto, mientras que en México constituye el principal ingreso de los meseros, y para muchos otros, la única posibilidad de obtener algunos pesos durante el día. Basta encontrar a alguien que necesite un poco de ayuda, cargarle las bolsas o “echarle aguas” para estacionarse… No siempre consiguen la propina, pero es posible intentarlo sin ser arrestados. Acá, aunque algún día a alguien se le ocurriera ir a la calle para hacerla de “viene viene”, nadie agradecería su servicio, mucho menos pagarían por ello, y lo peor, seguramente llegaría la policía antes de que pudiera convencer alguien de ser su “cliente”.

Si bien, la ausencia de comercio informal permite que las vías y plazas públicas en Francia se conserven casi siempre limpias y despejadas, también es cierto que el salario mínimo de los trabajadores tiene un poder adquisitivo mucho mayor que el nuestro, así que en condiciones promedio, no necesitan ingeniárselas para conseguir un ingreso extra. Sin embargo, las políticas neoliberales impuestas por la Unión Europea están apretando el cinturón de todos sus miembros, y los franceses no se salvan. En los últimos años, sobre todo a partir del 2008, la cantidad de desempleados ha crecido notablemente y es cierto que cuentan con un seguro y apoyos del gobierno, pero ¿hasta cuándo el Estado podrá soportar esta tasa de desempleo que sólo tiende a aumentar?

En París es frecuente toparse con indigentes que no parecen indigentes… Al menos no tienen nada que ver con la imagen que tenemos en México. No son personas arrojadas a la miseria por ignorancia, vejez, discapacidad; es gente que incluso estando saludable y joven, no tiene la opción de improvisar un pequeño negocio informal, ni siquiera de ofrecer ese tipo de servicios que sólo se pagan con propina. En el peor de los casos, su única alternativa es salir a las calles para mendigar.

Recientemente, el INEGI publicó los indicadores de ocupación y empleo que corresponden al primer trimestre del 2014. De acuerdo con estos datos, de los 51.8 millones de mexicanos que conforman a la Población Económicamente Activa (PEA), 28.7 millones se dedican a alguna modalidad del sector informal; es decir, más del 55% de nuestra fuerza de trabajo se emplea dentro de esquemas precarios que poco o nada protegen a los trabajadores y que, sin embargo, representan el modo de subsistencia que a muchos nos ha permitido navegar en las aguas turbias del mundo laboral en México.

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