La precarización y otras estrategias de control del Estado
Por: María del Carmen Vicencio Acevedo
metamorfosis-mepa@hotmail.com
La palabra precarización se emplea generalmente en el contexto laboral y se refiere a la inseguridad, incertidumbre y falta de condiciones mínimas para garantizar la vida digna de los trabajadores y sus familias. Se expresa con la reducción salarial y el consiguiente aumento de las ocupaciones laborales; con la falta de contrato, de prestaciones y seguridad social; también con la llamada “flexibilización”, que obliga a los empleados a fragmentar su tiempo en diversas funciones, a cambiar imprevistamente de turnos, modalidades, horarios o lugares de trabajo. Implica además el tremendo deterioro de las condiciones profesionales (especialmente en el sector público), orillando a los asalariados a conseguir por cuenta propia los insumos o herramientas que requieren para desempeñar sus tareas, ya que la empresa o la institución “carece de recursos”. La flexibilización-precarización disminuye la capacidad de negociación sindical y, en cambio, facilita a los empleadores ejercer el despido, sin motivo y sin indemnización.
Ahora bien, la precarización no es expresión del fracaso capitalista para dar bienestar a la población. Al Gran Capital no le interesa la población. La precarización resulta de la desregulación del mercado, que da amplia libertad a los grandes empresarios (no a los medianos ni a los micro), para imponer (tanto sobre sus trabajadores o usuarios, como sobre los gobiernos de los lugares donde se asientan) las condiciones que mejor convengan a sus intereses (por eso las reformas estructurales).
En otras palabras, la precarización constituye una condición capitalista, que aumenta y concentra las ganancias de los multimillonarios, reprimiendo al resto de la población. Busca “someter a los trabajadores y hacerlos más dóciles”, según explica un folleto del City Group, que invita a los ricos a invertir en bienes de lujo, y a “empujar la inseguridad laboral” (¡sic!), en lugar de mejorar las condiciones de los trabajadores. (Maciek Wisniewski, La Jornada, 17/10/2014).
La precarización ha llevado no sólo a maestros y estudiantes de las normales rurales o a los del Instituto Politécnico Nacional, sino a muchos otros, a emprender diversas movilizaciones de protesta, para exponer su difícil situación y solicitar la solidaridad social.
¿Por qué, por un lado, el gobierno agrede hasta el exterminio a quienes reclaman mejores condiciones (Ayotzinapa) y por otro despliega su “atenta escucha” (IPN)?
Quizá sea porque los normalistas rurales representan al sector más duro y resistente ante las políticas neoliberales; porque ponen el dedo en la llaga del desastre nacional; porque representan a los más dañados por el sistema (los más pobres); porque sus ideales (socialistas) constituyen “un lastre para el progreso”, en especial cuando el campo ha sido abandonado en favor del comercio exterior. Los estudiantes del IPN, en cambio, aunque también “populacho”, son tasados como muy útiles y “más maleables” para los fines de la industria y del mercado.
En este contexto, a diferencia de lo que algunos temen, la tragedia que hoy vivimos en México no pone en riesgo la inversión extranjera, más bien representa la oportunidad para que los inversores exijan al gobierno de México el abaratamiento de los bienes nacionales que ha puesto en venta (Edgar Buscaglia dixit).
El desvío de la atención ciudadana hacia los narco-delincuentes, como “principales y únicos responsables” de nuestros problemas, y hacia su espectacular captura es otra estrategia que oculta a los principales responsables.
Otra estrategia de control social por parte del Estado es la fiscalización de la clase trabajadora (y casi sólo de ella); lo que implica: inspeccionar, vigilar, auditar, supervisar, controlar, evaluar, examinar, medir y comparar el perfil y las actividades que realiza cada trabajador, o los objetos que produce, para comprobar si cumplen con las normas de eficiencia, economía o calidad, impuestas por el mercado.
La fiscalización tiene que ver tanto con el principio de rendición de cuentas, como con la prevención de la corrupción. Esto, que resulta altamente necesario, sufre diversas distorsiones, que se evidencian cuando preguntamos: quiénes fiscalizan a quiénes; a qué intereses sirven los fiscalizadores; quiénes escapan de la fiscalización y por qué escapan.
Como sabemos, los neoliberales han ideado un sistema legal que impide la fiscalización de los grandes consorcios, así como de muchos miembros de la clase política, (cuyas decisiones favorecen a los primeros); y que, en cambio, somete y castra a las instituciones públicas, a los trabajadores independientes, a los micro y hasta “nano-empresarios”, obligándolos a realizar tareas burocráticas engorrosas y generándoles paranoia.
La estrategia más efectiva (y lamentable) del Gran Capital consiste en provocar la mutua desconfianza entre la población, empujando al pueblo a sumirse en el peor individualismo. La precarización, entonces, trasciende del ámbito físico-económico al mental-espiritual, provocando en las personas impotencia, apatía, desgano o incapacidad para organizarse y para diseñar otros caminos distintos de los dominantes.
SIN EMBARGO, pese a tan poderosas estrategias, el enorme levantamiento popular, que ya tiene alcances internacionales, y que reclama traer vivos a quienes vivos sufrieron la desaparición forzada del Estado, constituye una importante muestra de salud social, y la oportunidad para transformar radicalmente el actual estado de cosas.
Sólo falta que, como pueblo, sepamos aprovechar esta oportunidad.
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