La queretanidad a debate
Por: Edmundo González Llaca
El Municipio de Querétaro acaba de sacar a la luz un libro de mi autoría: “Queretaneidad. Alma y Carácter de los queretanos”. La presentación del texto fue en el Palacio Municipal y tuvo un lleno torero. Mi sorpresa ante tanta gente la compartió Miguel Ferro, coordinador editorial del Municipio. Muchos queretanos y gente de fuera. No hay duda: la queretanidad es contagiosa.
El asombro tenía causas muy justificadas. Era el día previo al puente Guadalupe-Reyes, hacía un frío como de muerte y se celebraba un partido de la liguilla de futbol mexicano. Tres circunstancias que eran un Triángulo de las Bermudas para no asistir. Yo mismo, si no hubiera sido mi libro, habría elegido otra opción más amigable de vida.
El éxito se lo atribuyo a la participación de los dos presentadores del texto, que siempre expresan comentarios inteligentes y aportadores, en este caso, creo que superiores al libro: Francisco Perusquía y Juan Antonio Isla. Cegados por la amistad vertieron elogios que mucho agradezco. Ojalá que sea merecedor de alguno.
A la hora de firmar autógrafos, posteriormente en el blog Diálogo Queretano [www.dialogoqueretano.com.mx] y en correos electrónicos me ha deslumbrado la cantidad de opiniones, a favor y en contra de lo que escribí. En accesos de vanidad he sentido que la autora de las “Cincuenta Sombras de Grey” y su servidor por ahí nos vamos.
Afortunadamente las opiniones negativas han sido las menos. Las causas pudieran ser que no leyeron con atención la introducción o definitivamente yo no fui claro. El texto contiene una serie de juicios sintéticos sobre el carácter de los queretanos. Son guiños al lector para reflexionar lo más imparcialmente de cómo somos. No se trata de un panegírico ni un texto denigratorio. A reserva de lo que Ustedes opinen, parafraseando a los locutores barberos: “el lector siempre tiene la mejor opinión”.
A continuación, mi respuesta global a otros cuestionamientos que se me han planteado.
¿El tema no es importante? Yo creo que sí, no quiero abundar mucho al respecto, baste señalar que los griegos tenían como primerísima obligación el “conócete a ti mismo”, y que el papa Francisco afirma que todo diálogo debe partir del reconocimiento de nuestra propia identidad.
Querétaro no es un pueblo con las raíces en el aire, su identidad es fuerte y compleja. Las masivas inmigraciones han venido a remover la tierra y es necesario que queretanos y visitantes nos conozcamos y reconozcamos para ayudar a comprendernos recíprocamente y ensanchar nuestros horizontes. Sólo así podremos formar lo que debe ser el objetivo de la sociedad y del Estado según Santo Tomás: “Una vida buena”.
No creo que haya otro lugar en la República donde la población se mantenga tan reticente a la modernidad y al progreso como en Querétaro. Mientras en otros estados la población se muestra eufórica a la llegada de mayores fuentes de ascenso económico y de novedades en el confort, aquí nada de eso nos consuela y existe una permanente añoranza al Querétaro que ya perdimos. Como resultado de esa permanente nostalgia, y sin congraciarme de ella ni para realizar una autocrítica, sino simplemente para describirla, los queretanos tenemos una defensa emocional hacia lo que viene de fuera.
¿Cuál es la razón de este blindaje contra lo recién llegado? La ciudad era tranquila, silenciosa; integrada por familias católicas; la gente se saludaba en las calles; los ritmos eran pausados y sin mayores aspavientos. La vida no corría, se deslizaba. De los rasgos que menciono en el libro, ni siquiera sé si ya algunos murieron y cuáles siguen vivitos y coleando.
Tengo la impresión que nuestra nostalgia va más allá de las nuevas incomodidades que padecemos y que antes nos eran desconocidas: las aglomeraciones, los congestionamientos de tránsito o el aumento de la violencia. Imprescindibles en las megalópolis industriales y de servicios, son como los cambios de los hijos: cuando no nos gustan, nunca los terminamos de reconocer.
Hace apenas unos cuantos años Querétaro tenía una sociedad profundamente religiosa, la cultura de consumo con todo su glamour era apenas un brote que veíamos con esa mezcla muy queretana de curiosidad y recelo. En las relaciones de producción y de trabajo no imperaba la voracidad, y los trabajadores, aunque explotados, se consolaban con placeres simples de fiestas y rutinas religiosas que los patronos, y el Estado sabían dosificar con mañosa y muy liberal tolerancia.
No había dueño de empresa que se negara a dar vacaciones por algún santo de la localidad de origen del trabajador y, por supuesto, la semana de la Peregrinación. Recuerdo que cuando participaba electoralmente por un cargo popular, en los recorridos por las orillas de la ciudad —y no digamos en las zonas rurales— la petición que más se me planteaba y que me hacía pasar aceite, por formar parte de un sistema político laico por excelencia, era los sacos de cemento. ¿Sacos de cemento? Sí, el argumento que aducían para pedirlos les parecía totalmente normal: “ la nueva capillita”.
El cambio nacional nos alcanzó. El capitalismo guarda en su seno la competitividad, animal feroz que conduce indefectiblemente al egoísmo, a la lucha descarnada, a la actitud agresiva y hasta violenta. Por algo los gringos llaman con crudeza al sistema económico que han formado: The rats race (La carrera de las ratas). No es extraño que semejante alebrije inhumano desconcierte a una sociedad en la que la mayoría de la población era tranquila y pacífica; que ponía su apuesta en la religión y en el pago en el más allá; una sociedad donde la solidaridad con el prójimo y el espíritu comunitario eran la costumbre general. No como es ahora, la excepción.
En las casas, siempre abiertas, no era extraño de pronto encontrarse en la cocina con un desconocido con su bote diciendo: “Soy el viejito que pasa todos los días por su limosnita”. Y el grito más común de mi abuela era: “Pongan otro plato que ya llegó a comer…”. De que tenemos cosas por las cuales merecidamente nos sentimos orgullosos del pasado, obviamente las tenemos, de que había claroscuros, por supuesto que los había.
El arribo de una nueva clase empresarial y profesionista adoradora de la velocidad y los resultados materiales, contantes y sonantes, ha provocado un shock de valores y rutinas, diferentes formas de vida y de convivencia social que nos tienen pasmados.
Algo tenemos que hacer, mi impresión es que tanto locales como “fuereños” no tienen buena opinión recíproca, y de seguir así las cosas, pronto seremos una sociedad dividida, desgarrada y violenta en esencia. Todos la pasaremos mal.
Reconozco que la queretanidad es difícil y compleja, desde la arquitectura que predomina nos manda el mensaje. Tengamos en cuenta que lo nuestro pareciera ser la línea recta, con su claridad y simpleza, pero la figura realmente nuestra es el arco. Ese bosquejo de círculo al que le falta la otra mitad y que en lugar de concluirse se desliza en otra recta, para luego volver a ser arco. Dura cantera y etérea espiritualidad en un fascinante y misterioso maridaje.
La solución es la comunicación y la comprensión, que siempre son un camino “hacia el otro”. Para ello le recomiendo mi libro de Queretaneidad. Alma y carácter de los queretanos. Léalo. Aspira, en forma sencilla y sin mayores pretensiones, a colaborar a que locales y nuevos residentes salgamos felices, tolerantes, abiertos y enriquecidos a ese encuentro. Así lo deseo. “Por Dios que sí”.
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