Los discípulos de Demóstenes
Por: Omar Árcega
Era el siglo IV a.C., representantes de la ciudad de Mileto se presentaron ante las autoridades atenienses para implorar su ayuda. Entre quienes los recibieron estaba el orador y político Demóstenes. Cuando éste habló, lo hizo duramente contra los milesios; al escucharlo, un sentimiento de rechazo se apropió del corazón de los atenienses. Al ver esto, los embajadores de Mileto pidieron posponer al día siguiente las conversaciones. Horas después, ocultos entre las sombras de la noche, visitaron a Demóstenes y le pidieron no hablar en contra de su petición; el orador griego les prometió hacerlo siempre y cuando le pagaran en plata y oro su silencio. Los milesios accedieron. Al día siguiente, Demóstenes se presentó fingiendo estar enfermo de la garganta y así justificó el no pronunciarse en contra de la causa de Mileto.
La reforma que falta
Este relato, recogido por el filósofo griego Cristolao, muestra que la corrupción en los asuntos públicos es tan antigua como el oficio político. Ha estado presente en todas las etapas de la historia de la humanidad, en todas las culturas y en los cinco continentes. Es por esta razón que las naciones con una cultura política más democrática han desarrollado mecanismos institucionales para controlar y vigilar a sus políticos. Rendición de cuentas, mecanismos de transparencia, castigos severos contra los corruptos, controles ciudadanos y controles políticos son algunas de las prácticas que aumentan los costos de hacer actos indebidos. Un funcionario sueco y un funcionario mexicano pueden tener las mismas ambiciones de lucrar con su puesto. Lo que los diferencia es que en Suecia hay mecanismos para dificultar las prácticas corruptas y, en caso de que se hagan, los costos a pagar por el mal político son muy altos. Mientras que en nuestro país, es más barato corromperse que estar dentro de la ley y, en caso de ser descubiertos, las sanciones son relativamente blandas; no en vano se nos considera el “paraíso de la impunidad”.
En México acabamos de aprobar reformas constitucionales y leyes secundarias en los sectores energéticos y de comunicaciones. Respecto a las cuestiones del petróleo, hay temor de que los contratos de explotación que se otorgarán a empresas internacionales, nacionales y mixtas acaben siendo otorgados no por la competencia técnica sino por el tráfico de influencia, por los cañonazos de dólares que compran conciencias. El problema no acaba con otorgar los contratos, hay una multitud de preguntas que aún están sin contestar. Si hay algún accidente ecológico grave, ¿las autoridades aplicarán duramente la ley o comprados por los consorcios internacionales callarán?; ¿qué tanto pesará el dinero de estos inversores en las campañas políticas?, ¿junto con la telebancada habrá una petrobancada?
El que seamos campeones en corrupción pone en riesgo que las reformas recién aprobadas se conviertan en beneficios para los ciudadanos. Aún tenemos fresco el recuerdo de los procesos privatizadores impulsados por Carlos Salinas, los cuales estuvieron trastocados por la compra-venta de influencias, compadrazgos y amiguismos. Esto generó que dichas acciones fueran más un obstáculo que un detonante del progreso de México.
Si de verdad se desea que estas reformas sean viables, el siguiente tema de la agendas presidencial y legislativa debería ser los mecanismos para desterrar la corrupción. Una discusión nacional debe abrirse para seleccionar la mejor estructura institucional para atacar el problema. Los caminos a transitar pueden ser múltiples, no sólo debe haber un organismo independiente del Ejecutivo con capacidad de iniciar procesos legales contra malos funcionarios, es necesario agilizar las peticiones de acceso a la información, incentivar a municipios y estados para dinamizar sus políticas de transparencia. Pero también fortalecer la autonomía y profesionalización de los órganos de fiscalización municipales, estatales y el de la Federación. Este tema también es una reforma estructural, quizá más importante que la energética o la de comunicaciones, pues genera las condiciones para que éstas funcionen adecuadamente. Lamentablemente, no se ve la voluntad política de enfrentarla, quizá porque a todos los actores políticos les conviene no hacerlo.
Nuestros políticos son pequeños Demóstenes que cuando ven la oportunidad llenan sus bolsillos con dinero mal habido, y esto impacta en servicios de mala calidad, puentes que se caen, líneas doradas que no sirven, negocios con trenes rápidos o aeropuertos, camillas de hospital a precios exorbitantes y módulos turísticos comprados muy por encima de su valor. Cualquier proyecto de nación está destinado a fracasar si no se ataca esta cultura del moche, de la transa, del estar fuera de la ley. Y en esto papel muy importante tiene la sociedad organizada, sólo ella puede moderar a la voraz y ciega clase política.
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