Melancolía del politólogo
Punto y seguido
Por: Ricardo Rivón Lazcano
El científico de la política, como el filósofo de la política, está condenado a la melancolía. La advertencia viene de muy lejos, de cuando los filósofos griegos desconfiaron de una posible naturaleza humana virtuosa. Dos pensadores más recientes que actualizan la advertencia son el alemán Max Weber (1864-1920), y el inglés Michael Oakeshott (1901-1990).
No puede esperarse que la filosofía política incremente nuestra capacidad para tener éxito en la actividad política, dice Oakeshott. No nos ayudará a distinguir entre los buenos y los malos proyectos políticos, pero el análisis paciente de las ideas generales vinculadas a la actividad política, en la medida en que logre eliminar algunas de las tortuosidades del pensamiento y logre conducirnos a un uso más económico de los conceptos, será una ocupación que no deberá ser sobrevaluada ni despreciada.
La reflexión en ese terreno buscará moverse en el terreno de la comprensión y las explicaciones, no como una actividad práctica, sólo podemos aspirar a ser menos engañados a menudo por la declaración ambigua y el argumento procedente.
La melancolía es resultado de la desilusión, el desencanto, la impotencia.
Siguiendo las reflexiones de Oakeshott sobre la vida moral en la obra de Thomas Hobbes, publicadas en 1947, se infiere que el científico de la política ha descubierto la condición natural del hombre, naturaleza en la que nadie está seguro frente a la codicia, la ambición y la ira de todos y cada uno de los humanos, condición de la que no escapa nadie, ni el propio intelectual, ni el comerciante, ni el trabajador manual. Nadie.
Aun en ese estado de naturaleza los hombres son capaces de celebrar contratos, acuerdos, convenios, etcétera, entre sí, pero estas operaciones, lejos de modificar sustancialmente la condición de inseguridad, se ven ellas mismas infectadas por esta inseguridad. Y así ocurre especialmente con los convenios de confianza mutua porque, en estos casos, uno de los pactantes debe cumplir primero su parte del convenio, pero si lo hace así, corre el riesgo de que no cumpla su promesa quien deba ser el segundo ejecutor (no porque no le convenga hacerlo, sino porque la “avaricia” y la “ambición” tienden a triunfar sobre la razón) debe ser siempre lo suficientemente grande para que resulte poco razonable que cualquier hombre acepte ser el primer ejecutor.
Los convenios de confianza mutua, entonces, siempre implican un riesgo que ningún hombre razonable aceptará y no ofrecen ninguna modificación extensa o confiable de la guerra de todos los hombres contra todos los hombres.
De mis viejas lecturas.
Dos minicuentos de Dolores M. Koch
Curriculum Vitae
A menudo un dictador es un revolucionario que hizo carrera.
A menudo un revolucionario es un burgués que no la hizo.
Post coitum non omnia animal triste
–El padre de Melibea: ¡Desdichada, te dejaste seducir por Calixto! ¿No pensaste que después sentirías rabia, vergüenza y hastío?
–Melibea: Nosotras las mujeres sentimos rabia, la vergüenza y el hastío no después sino antes.
De Oscar de la Borbolla
El minicuento más breve posible empecé a componerlo en mi perdida pubertad de paseante de panteones, en los tiempos cuando descubrí mi vocación literaria y filosófica. En él se resumen no sólo mis dudas ante la vida y la muerte, sino la incertidumbre universal del hombre ante el destino. Este minicuento dice exclusivamente: “¿Y?”
Juan José Arreola, Doxografías:
Homero Santos: Los habitantes de Ficticia somos realistas. Aceptamos en principio que la liebre es un gato.
Cuento de horror: La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.
De René Avilés Fabila
Los fantasmas y yo
Siempre estuve acosado por el temor a los fantasmas, hasta que distraídamente pasé de una habitación a otra sin utilizar los medios comunes.
Era de Neruda
El autor lee su poema en voz alta, sonoro. Alguien le dice: Eso es extraordinario, maestro. Esperen, estoy leyendo el epígrafe.
rivonrl@gmail.com
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