Nuevos guamazos a la educación pública
Por María del Carmen Vicencio Acevedo
En las últimas semanas se han ido acumulando, nuevamente, las noticias relacionadas con la educación básica y normal. Según éstas (y, aunque no nos quepa en la cabeza), quienes toman las decisiones sobre el rumbo que ha de llevar el sistema escolar mexicano, o no tienen idea sobre lo que se requiere para elevar la calidad de los procesos formativos, o simplemente esto no les interesa (lo más probable) y lo único que ven en dicho sistema es un botín del que hay que sacar el mayor provecho personal. (Para eso buscaron que los eligiéramos).
Alguien dijo una vez, que uno de los problemas con el régimen democrático (al menos en la versión mexicana) es que la estulticia, la ignorancia, la ineptitud y el despotismo tienen todas las posibilidades de ser votados por mayoría. Cuando elegimos a nuestros dirigentes (y no siempre lo hacemos, sino que llegan al poder, vía corrupción), no los escogemos porque sean los mejores, ni por ser promotores de los proyectos que más nos convienen, sino porque marean a las masas con sofisticados y carísimos aparatos publicitarios.
Otra de las condiciones para subir al Poder Federal, es contar con el apoyo del sindicato más grande del mundo, el SNTE, por lo que ganarlo, se vuelve imprescindible. Esto implica apapachar y dejar en la impunidad a su corrupta cúpula y esto explica, en parte, por qué los problemas educativos en México parecen insolubles.
Algunos investigadores (como Eduardo Andere, en La educación en México, fracaso monumental, editorial Planeta) señalan que el drama de nuestro sistema educativo no se debe a la falta de dinero, pues es uno de los que más presupuesto recibe, y que sería irresponsable aumentar dicho presupuesto, sin antes evaluar a fondo en qué estriban sus dificultades para operar adecuadamente.
No hace falta ser un experto en el tema para reconocer que, si es verdad, que el presupuesto para la educación es más que suficiente, éste se está atorando en algún eslabón de la enorme cadena que lo distribuye entre las escuelas concretas. A nuestro sistema escolar le sucede como a ese topo del cuento de “Kirikú y la hechicera”, que sediento, llegó hasta el manantial que surtía de agua a todo un caserío y fue tanta, tantísima el agua que bebió, que engordó y engordó, hasta que su enorme panza terminó por tapar la salida de la noria, impidiendo que el líquido siguiera beneficiando al resto de la población.
Las últimas noticias nos dan cuenta de dónde se está quedando el agua presupuestal del sistema escolar. Una buena parte (24 mil 827 millones de pesos, según la Auditoría Superior de la Federación, La Jornada, 27 de junio de 2011), como sabemos, se “invirtió” (más bien, se despilfarró sólo entre los años de 2004 y 2008) en el ambicioso proyecto de Enciclomedia, señalado ahora por los entendidos como un “estrepitoso fracaso”, debido no sólo a la falta de mantenimiento de su infraestructura o al mal diseño de sus programas, sino a la pésima organización y, sobre todo, al analfabetismo tecnológico de los funcionarios responsables, que no previeron todo lo que implicaría la puesta en operación y que terminaron por dejarlo morir en las aulas, antes de que los maestros pudieran aprovecharlo plenamente.
Como si esto no hubiera sido suficiente para aprender de los errores, el gobierno de Felipe Calderón suscribió ya un acuerdo con la empresa trasnacional Intel, que implica pagarle, en este año, 400 millones de pesos (La Jornada, 15 de junio de 2011) para impulsar el Programa de Habilidades Digitales para Todos y “crear estándares técnicos, en el equipamiento de las aulas de primaria y secundaria de todo el país”, así como capacitar a 500 mil docentes y distribuir entre ellos 400 mil computadoras portátiles (¡!).
De ninguna manera quiero dar a entender, con este señalamiento, que estoy en contra de la modernización del sistema y de la introducción de la más alta tecnología en las aulas de todo el país. Lo que quiero decir es que todos estos gastos están nuevamente condenados al fracaso, si no se resuelvan de raíz (antes o simultáneamente) los graves problemas que han llevado a nuestro régimen educativo a la debacle y que ya he señalado en otros artículos (la corrupción impune y el autoritarismo; el que los maestros tengan que trabajar doble plaza frente a grupo; el hacinamiento de los grupos numerosos en salones reducidos; la imposibilidad del trabajo colegiado; la falta de tiempo y de asistencia especializada, no sólo para una actualización sistemática, sino para la reflexión colectiva sobre la propia práctica docente; el exceso de presiones, vía exámenes ENLACE, que pesan sobre las cabezas de los profesores, como espada de Damocles, generando serios conflictos interpersonales, entre maestros, alumnos y padres de familia, etc.).
Otra buena parte del presupuesto para la educación, como ya hemos señalado, se está yendo al pago de las evaluaciones y certificaciones, que resultan no sólo absurdas (por pretender igualar, con exámenes estandarizados, los desempeños de los alumnos más privilegiados, con los de aquellos que viven las más graves desventajas), sino también frustradas, cuando todo el sistema se convierte en un nuevo botín y los exámenes terminan por venderse (por los charros del SNTE) entre los maestros sustentantes, por entre tres y diez mil pesos (como fue reportado el pasado 20 de junio).
Por si esto fuera poco, las escuelas normales vuelven a estar nuevamente en la mirilla de las armas de autodestrucción del sistema, no sólo al ser señaladas por Elba Esther Gordillo como “monstruos mediocres, que deben desaparecer, pues ya no funcionan para preparar a los maestros del siglo XXI”, y por ser “ollas de grillos”, sino también al ser sometidas a un nuevo proceso de reestructuración curricular.
En efecto, las escuelas normales, después de casi 15 años, se están reestructurando curricularmente (“para elevar la calidad en la formación de los normalistas y adecuarse a la RIEB, Reforma integral de la educación básica”), proceso que tampoco resuelve problemas de fondo en este nivel.
La información sobre dicha reestructuración no fluye libremente hacia los docentes. Aunque faltan menos de dos meses para iniciar las clases en el nuevo modelo; las “mallas curriculares” (antes se llamaban “mapas”) siguen sin estar plenamente definidas y no están listos aún los programas de las diferentes asignaturas. Sólo se ha “colado” una mínima información que no permite tomar las mejores decisiones a los implicados:
Las carreras normalistas ya no durarán cuatro años, sino cinco. El subsecretario de Educación Básica (yerno de Elba Esther) está exigiendo además que los egresados, antes de concursar para el examen de oposición, trabajen dos años como interinos (el equivalente del outsourcing en la institución pública) y luego hagan una maestría (…“pues con el actual sistema no es posible la alta especialización docente”).
Si bien es cierto que la educación de los niños y adolescentes requiere de la mejor y mayor preparación, las medidas propuestas se dirigen más bien a ralentizar la entrada de las nuevas generaciones al campo de trabajo; (mientras estos jóvenes estén estudiando, no tendrán que contarse como “desempleados”), y se dirigen también a concretar, para la cúpula en el poder, nuevos y jugosos negocios.
Por si esto no fuera suficiente, ni los maestros, ni los estudiantes normalistas se atreven ya a defender a la educación pública de las garras de todos los patanes que la están arruinando, ya que el miedo por las amenazas que sufren de parte de los directivos, de que “tendrán muchos problemas” si son sorprendidos participando en foros o mítines que cuestionen lo que está sucediendo, es más fuerte que su compromiso con el pensamiento crítico.
La idea de que “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica” (del presidente chileno Salvador Allende), que guió a muchos normalistas de antaño, se volvió “obsoleta”, para los educadores del siglo XXI, de quienes se espera, en el nuevo modelo, la plena sumisión acrítica ante el voraz neoliberalismo.
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