Otro día más a la lista…
Por: Mariana Robledo
Pasaban de las 12 y yo apenas iba llegando del trabajo, mi última cita se había prolongado más de lo normal. Llegué a mi habitación, puse algo de música para relajarme un poco, pero de pronto comencé a escuchar algunos ruidos en la planta baja, los perros aullaban y los vidrios de las ventanas temblaban. Me senté en la cama y ante todo el alboroto que sentía, me resultaba imposible conciliar el sueño, no quise apagar la luz y de pronto giré mi rostro un poco y miré hacia la puerta de mi cuarto, parecía que no había nada porque preocuparse.
Comencé a desvestirme, me puse mi pijama y justo cuando iba a recostarme, escuché cómo rasgaban las ventanas unas uñas largas. Fue algo estremecedor y me erizó la piel. Quizá fueron las ramas del árbol, pensé para tranquilizarme, o bien, fue algún ruido ocasionado por la corriente del viento, pero esa noche era tan distinta a todas. Esa noche de abril era una de las más calurosas y el viento estaba completamente ausente.
De pronto, escuché claramente como si hubiesen roto un florero, me levanté de la cama y fui sin pensarlo a revisar cada cuarto, pero no encontré nada, todo estaba demasiado tranquilo. Tal vez la carga laboral del día me había sugestionado tanto que me estaba haciendo ver, escuchar y sentir la presencia de alguien más.
Regresé a mi recamara, pero me sentía tan inquieta que tuve que salir y observar mi alrededor, y fue ahí en la azotea, justo en una esquina, sentada en cuclillas, indefensa, delgada y completamente negra. Intenté hablarle pero ella me tenía miedo, se alejaba más y más, de pronto quedó justo en el filo de la azotea, tuve miedo de que diera un paso más y se tirara de allí. Me detuve y le dije:
-Tranquila, no quiero hacerte daño.
Estaba cabizbaja, no me dijo palabra alguna y de pronto me miró fijamente. Sentí la fuerza que tenía sobre mí, era algo extraño, poderoso y que me dejó inmóvil. Muchos le llaman “alma”. Y sí, era la mía, la encontré después de muchos años de haberla dejado en el olvido.