Pensando en la lluvia
Por: Edmundo González Llaca
La intensidad de la época de lluvias ha comprobado que en Querétaro la «mexicana alegría y la tradicional hospitalidad de los mexicanos», son simples frases de un comercial de cerveza y de un anuncio de la Secretaría de Turismo. Los queretanos, ante las primeras gotas de agua, nos ponemos con un humor de aficionados del Cruz Azul después del partido final. He escuchado proponer, a más de un amigo, que techemos al menos el Centro Histórico.
Excluyendo a los que las lluvias producen auténticas tragedias, creo que este disgusto y malestar, la mayoría de las ocasiones, son desproporcionados y traducen las neurosis y enajenaciones de la sociedad actual. Jung dice que hemos aprendido a prescindir de la fantasía, y la «participación mística» del ser con lo que lo rodea, ha sido eliminada de nuestro mundo.
Para el hombre primitivo las cosas tienen un alma que está más allá del aspecto que temporalmente han adoptado; el hombre en la selva puede vincular su futuro con un árbol o llenar de significaciones la aparición de una nube. Para el hombre «racional» moderno, un león es un león y un árbol es un árbol.
Así, en la mitología primitiva más común, la lluvia se consideraba como la unión amorosa entre el cielo y la tierra. La invocación del cielo es: «llueve», y luego a la tierra: «fructifica». Eso se consideraba el matrimonio sagrado de los dioses. Para el hombre antiguo ver la lluvia era conmoverse ante un magnífico acto de amor cósmico; para el hombre moderno, fundamentalmente el urbano, la lluvia no pasa de ser algo molesto, inoportuno y bastante inútil, pues ni las estatuas retoñan, ni los semáforos florecen.
Hemos hecho una escenografía artificial de convivencia, alejada de la naturaleza y más aún de sus excesos. Es irritante, y frustrante para el que vive en una ciudad, observar que la lluvia con toda tranquilidad lo disloca todo, se burla del complicado control de la existencia civilizada y de las previsiones a las que nos hemos acostumbrado. Pero no, la naturaleza no está vencida, tiene su propio ritmo y esencia, se expande más allá de nuestro dominio y con rudeza nos hace sentir su presencia que en la rutina anhelamos olvidar.
Lo que no producimos, lo que no depende del hombre, lo que palpita espontáneamente, nos provoca angustia. Alejados de nuestras sensaciones, de nuestro cuerpo, amamos el confort y acabamos odiando a la naturaleza. Lo que es un don en el campo es una maldición en la ciudad; lo que debería ser un encuentro con nosotros mismos es motivo de frustración y molestia. Las gotas de agua caídas del cielo sobre la ropa seca nos recuerdan nuestra condición de seres urbanos, nuestra mayor identificación con el paraíso del cemento y el clima acondicionado.
En 1912 el transatlántico Titanic fue calificado modestamente por sus constructores «el inhundible», sin embargo, poco tiempo le duró el nombre pues se fue a pique cuando en su primer viaje chocó contra un témpano. Como que en ocasiones la naturaleza parece regodearse humillando lo construido por el hombre.
Que estas lluvias sean para los queretanos y sus autoridades, una lección de humildad, una reflexión de la fragilidad de lo creado, una mayor conciencia de la importancia de la naturaleza con la que está indisolublemente ligado nuestro destino; que para todos los que habitamos en la ciudad, estas lluvias sean motivo de una preocupación terrible y profunda: lo alejados que estamos de la vida.
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