Opinión

Ping-pong

 

Por Rubén Cantor Pérez


Aún le es difícil creer que perdió el ojo de esa forma. El doctor se sigue riendo a escondidas para no hacerlo enojar, pero en más de una ocasión se le escapó una sonrisa teniéndolo de frente. Ernesto no puede hacer nada; si a él le hubieran contado esta anécdota también se habría reído.

La enfermera es muy amable, ha estado pendiente en todo momento. Si existiera un reconocimiento, como en McDonald’s o Walmart, al empleado del mes, Ernesto iría de inmediato a discutir con la comisión correspondiente para que se le dedique el mes de mayo, hasta lucharía para dilatar su retrato en el cuadro de honor enfermeril hasta junio, o julio si bien le iba en su tan notable esfuerzo por reconocer a una ciudadana ejemplar, como pocos en esta ciudad.

Pero lo que no sabía era que la solícita enfermera reaccionaba así con él, porque hacía no más de un mes que su mascota, un gato siamés, había sido víctima de uno de los atropellos más viles en la historia de la raza gatuna. A pocos días de haberse visto castrado por una decisión arbitraria de su dueña, Meloso salió a dar una vuelta por las azoteas de la colonia: a tomar un poco de aire para olvidarse, aunque sea un instante, de su terrible situación. No acudió al techo de la farmacia, puesto que no iba a tropezar ahí más que con burlas de parte de sus congéneres, quienes a esa hora en particular se reunían en ese lugar a departir sobre la vida, sus nueve mejor dicho. Por consiguiente, vagó por otros rumbos menos transitados. Así fue que terminó cayendo por accidente en una guarida: en un bote de basura acondicionado como sala de parto y guardería. Una madre cuidaba a sus ocho gatitos, cuando Meloso arribó cabizbajo. La imagen lo deprimía enormidades. Ese futuro se volvía a partir de ese día algo inalcanzable, algo anhelado desde que era joven, pero imposible ahora. Todo por un capricho estúpido de su dueña, esa enfermera que juraba amarlo y protegerlo hasta que se le fuera la vida.

Le contó esto a la recién mamá gata. Ella supo mejor que nadie reconfortarlo, por lo mismo que tenía la ternura a flor de piel. Apartó delicadamente a su prole e invitó a Meloso a estamparse contra su pecho peludo, cual noveno hijo, aquél que tras perderse en la inmensidad del mundo en busca de quién sabe que cosa, regresa a su cuna para volver a empezar. Sin darse cuenta, esos dos llorones fueron sorprendidos por el padre. ­–¡Así te quería encontrar méndiga desgraciada!, me parto el lomo para traerte comida y qué haces, metes a un tipo a la casa… y enfrente de mis hijos, ¡no puede ser! –debió pensar el presunto cuernudo, porque enseguida se lanzó, emulando a un león, en un increíble ataque contra el castrado. Desenfundando las afiladas uñas embistió furioso. Como resultado dejó tuerto al aciago felino. El ojo salió rodando de la escena. Meloso regresó a la casa con una visibilidad pobre y con nulas posibilidades de procrear. La enfermera nunca fue tan triste, la casa se hundió en lágrimas.

Eso explica el comportamiento de la enfermera; para ella el paciente no era más que una prolongación de Meloso, por ello se esmeró tanto en cuidarlo, al punto de que llegó a coquetearle. Sin embargo, Ernesto no tenía ojos para nadie en medio de su sufrimiento. Él tenía un hueco en la cara y ella uno en el pecho. No obstante, no coincidieron sus miradas.

La enfermera le preguntó al doctor qué le había causado la pérdida de su órgano. Se quiso imaginar que fue en una pelea de cantina. Él, tratando de defender a una mesera del acoso de un borracho, se plantó ante el ebrio. Lo retó a un duelo, pero no se esperaba que el hombre fuera un tramposo y le reventara una botella en el rostro, sacándole así el ojo.

El doctor le desmintió esto y la dejó con más dudas al respecto ya que la explicación fue confusa.

Ernesto se despertó de la anestesia con un parche pirata. La primera persona que medio vio fue a la enfermera. –¿Es verdad que un chino te sacó el ojo? –preguntó indecisa– Pues sí –contestó algo molesto– ¿Los odias? ¿A quiénes odio? A los chinos –dijo ella como si fuera una obviedad– Nada que ver, a mí me caen bien los asiáticos, en especial los chinos, admiro mucho su cultura ¿Entonces qué pasó? –él suspira antes de responder, por la vergüenza– Fui a un partido de ping-pong, la embajada china lo organizó, vinieron algunos de sus mejores deportistas, yo estaba en primera fila y una pelota perdida me destruyó el ojo.

Todo quedó en silencio. Él esperaba las risas burlonas, típicas de cuando se cuentan cosas así, pero la reacción de la enfermera lo cautivó. Ella se desbordó en lágrimas. Se le echó encima para abrazarlo, como un intento de consolación y a la vez de frenar su propia tristeza. Ernesto se dejó querer, cediendo –así como Meloso– a los cariños. Posteriormente se besaron; habrían llegado a más, a no ser porque el doctor, al entrar, le pidió de buena manera que se abrochara la blusa y se acomodara la falda. Salió de la habitación muerta de la pena, arreglándose el peinado, con una sensación grata en su pecho, como cuando después de mucho esperar, congelada en la regadera por el agua fría, sale la caliente.

El doctor dio de alta al paciente un poco más tarde. Éste fue a buscarla. La invitó a salir y ella accedió gustosa, sólo tenía que aguardar en la entrada a que terminara su turno.

La vio venir, le sudaron las manos. Se arregló el cabello y caminó tres pasos para abrazarla. Ella interrumpió el gesto para preguntarle –¿Eres estéril? –Él, algo desconcertado, dejó oír– No, sólo tuerto. Ella lo abrazó aún más fuerte.

Los restos del naufragio

Ella, una joven belga de 22 años, empieza trabajando en el área contable de una compañía japonesa, para de ahí ser transferida a servir el té y el café, posteriormente se vuelve la coordinadora del departamento de copias y termina limpiando los baños de los caballeros orientales. Una tragedia laboral contada como una comedia, la lucha de una joven extranjera contra el machismo milenario de Japón, el cual es abanderado por la propia jefa de la protagonista, quien le hace la vida imposible. Estupor y temblores es una novela corta autobiográfica de Amélie Nothomb que despierta la empatía del lector y transmite un mensaje de perseverancia ante las situaciones adversas, donde siempre se puede refugiar uno en su imaginación para sacar el lado bueno de la vida.

rcantor23@hotmail.com

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba