Política inasible
Por Ricardo Rivón Lazcano
Una
Al ruidero ensordecedor de cierto presente que no cesa de molestarnos con su interminable listado de proclamas emancipadoras, es difícil, casi imposible contraponer algún antídoto efectivo. Hoy, se sabe, muchas personas están recurriendo al silencio. Lo que no se sabe bien a bien, es qué sucede “dentro” del silencio. Un joven me contó, en el Jardín Guerrero, que el silencio nos permite dialogar con nosotros mismos, escuchar aquello que anida en lo más profundo de nuestro ser, una conversación interna que nos lleva al lugar anterior a cualquier normalización preparada por las fuerzas de la sociedad. No es la soledad, sino el silencio, el que permite transitar a través del pensamiento por esos caminos viejos de la existencia en toda su extrañeza.
Sin embargo, un silencio que se regodea en sí mismo pierde perspectiva y se agota. Por eso importa definirlo como una puerta que comunica compañías queridas (o no, se vale), para acceder a algunos de los rostros que nos acompañan a lo largo de este ejercicio silente que entraña conocernos y reconocernos en los otros. Y entonces sí, escribir como acto de defensa, aunque sea de la soledad y el silencio que permite ser una buena compañía.
Dos
Asistimos a la crisis de los fundamentos, donde toda forma de conocimiento considerada precisa está inmersa en cuestiones indemostrables. Este trágico y lento caminar, plagado de crisis e incertidumbres, es lo que finalmente lo hace algo fascinante. Tiene que decirse: no hay otro momento más que el que se tiene. Pero lo realmente extraordinario es poder ver cómo el conocimiento es algo que no puede abordarse unilateralmente. Los fundamentos, esas simples imágenes que los hombres buscan materializar sin conseguirlo jamás. Algunas mujeres, algunos hombres, se desalientan. Un poeta recordaba a un narrador que “hubiera querido escribir la historia de un hombre que sueña las visiones más espléndidas conforme su vida se vuelve más infeliz; el naufragio de un amor ‘real’ coincidiría al final con ‘su matrimonio con una princesa de ensueño’”.
Tres
La ineludible necesidad que se presenta hoy en día de revelar la cuestión de la obediencia y, por lo tanto, de lo político desde los no lamentos, desde el estado servil del individuo en su más cruda verdad.
Encontrar detalles o conexiones entre ideas de muy diverso orden, ecos de un pensamiento que por fuerza obliga a repensar. Implacable obligación. La melancolía entre las tumbas de un cementerio, por ejemplo, que deje suelta la imaginación. O la imaginación sujeta a la nostalgia de los muertos que “por culpa del ajetreo” ya no se visitan.
Cuatro
Él construye una reflexión en torno a la cotidianidad: ésta se erige, dice, como el mayor estímulo filosófico. A partir de temas como el atentado a las Torres Gemelas, el pudor, los senos, el semen, los curas o la guerra de Irak –aparentemente diversos pero todos ellos reflejo de una preocupación ontológica por el hombre. Él, Rubert de Ventós, desparrama palabras espontáneas, al pronto-vuelo.
“Sin el dogmatismo que denuncia y con el humor y la ligereza que, según él, debe emplearse para hablar de las cosas serias, identifica lo que define al hombre: Es aquél que ejecuta a un hombre, viola a una mujer o pervierte a un niño a quien yo identifico como a ‘mi congénere, mi hermano’. Con él comprendemos lo que somos (aquello de lo que somos capaces), no con la víctima, a quien simplemente compadecemos”.
Cinco
En Sexto Piso hay un relato detallado y preciso de lo sucedido a un hombre durante una prolongada estancia en un hospital mental. Él tenía la plena convicción de ser víctima de un intento de “almicidio” por parte de Dios. En esa feroz lucha estaba en juego nada menos que el orden del mundo y el futuro de la humanidad, por lo que el hombre recurría a cuestiones extremas como transformarse en mujer para así intentar seducir a Dios y poder conjurar el peligro sobre su persona.
Seis
Un texto perdido, encontrado y reconstruido. La política es demasiado insensata para los serios, demasiado seria para los insensatos; demasiado osada para la gente decente, resulta demasiado decente para quienes presumen de no ser melindrosos; demasiado atrevida para los santurrones, no es lo bastante para los incrédulos. Se opone demasiado a los prejuicios heredados para que agrade a los que son sus esclavos. Predica que a ninguno hay que contradecir, lo que contradice a quienes les gusta contradecir. Habla bien de las mujeres, aunque habla mal de ellas. Celebra el amor, aunque alaba la indiferencia; aplaude el cumplimiento de los deberes, aunque preconiza los encantos de una vida ociosa; incita a la gloria, pero asegura que pocos la alcanzan, o que pocos la disfrutan y que dura tan poco, que es casi una quimera; inventa proyectos, aunque sostiene que nada se gana con llevarlos a cabo. Es alegre, es sombría; es ligera, es agobiante; quizás más hueca que profunda; novedosa y ordinaria; trivial y excelsa, luminosa y oscura, reconfortante y desoladora. Afirma, y duda un instante después. Un príncipe el que escribe, un aristócrata.
Cada página un día de vida. Dura una dura incertidumbre plena, plana, atractiva. Parece un avance lento pero más bien depende del momentáneo punto inmóvil desde el que se mira todo el mundo. A ratos pensamos que esos personajes somos nosotros mismos en otra vida, o con otra vida, o los misterios del ahora mismo, leyendo.
Siete
Joe Brainard se acuerda y escribe:
Me acuerdo de una niñita que tenía un abrigo, un gorrito y un manguito de piel de conejo blanco. En realidad no me acuerdo de la niñita. Me acuerdo del abrigo, del gorrito y del manguito.
Me acuerdo de que cuando era pequeño le dije a un adulto que de mayor quería ser bombero o vaquero pero, aún así, no recuerdo haber querido serlo.
Me acuerdo de sorprenderme a mí mismo con una expresión en la cara que ya no tenía nada que ver con lo que estaba pasando en ese momento.
Me acuerdo de muchos primeros días de colegio. Y de ese sentimiento de vacío.
Me acuerdo de muchos septiembres.
Me acuerdo de cuando pensabas que si hacías algo malo, la policía te metía en la cárcel.
Me acuerdo de cuando, en el colegio, le dabas una tarjeta de San Valentín a toda tu clase, no fuera a ser que alguien a quien no le habías dado te diese una.
Me acuerdo de los lecheros. De los carteros. De las toallas para invitados. De los felpudos de “Bienvenidos”. Y de las señoras de AVON.
Me acuerdo de un chico con el que hice el amor una vez y de que cuando terminamos me preguntó si yo creía en Dios.
Me acuerdo de cuando creía que nada que fuese viejo podía tener valor.
Me acuerdo de la gente muy mayor cuando yo era muy joven. Sus casas olían raro.
Me acuerdo de fantasear con morir y con lo triste que estaría todo el mundo.
Me acuerdo de fantasear con suicidarme y con la carta que dejaría.
Me acuerdo de lo excitante que es ver fugazmente un cuerpo desnudo en una ventana, aunque en realidad no hayas visto nada.
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