Políticas clientelares en el arte de la era neoliberal
Por Beatriz Ezban
Hay aspectos del llamado arte contemporáneo que resultan verdaderamente desconcertantes.
Por un lado, el llamado “arte emergente” es casi el único que hoy por hoy merece el interés oficial por parte de los curadores y directores de los museos y galerías como para ser exhibido. Su característica significativa es exclusivamente su novedad, mientras dure. ¿Cuánto dura?
Y también hay la creencia que mientras más joven sea el autor, mientras menos haya sido expuesto a quedar contaminado de cultura, de conocimiento, más originales pueden ser sus ocurrencias. La inmadurez, la ignorancia se convierten aquí en un plus. La calidad de las obras de arte se volvió algo absolutamente irrelevante, tanto en el aspecto de su factura como en el de su contenido.
El artista joven ya no encuentra inspiración en el trabajo de los grandes maestros de la historia. Ya no le resultan un ejemplo a seguir. Ya no le son necesarios. Para él simplemente no existen, por más revolucionaria que haya sido la huella que cada uno dejó en su momento.
Se perdió la transmisión del conocimiento artístico que venía sucediéndose de generación en generación. Ahora hay que partir de cero. Para ser un artista interesante ya no hay que voltear hacia el pasado. Se trata de imitar a la juventud, en su atrevimiento, en su pureza inmadura, en su inexperiencia, en su ignorancia, que muchas veces le hace creer que está inventando el hilo negro.
El artista maduro, se vuelve aburrido, para ser interesante tendría que volver a nacer. Tiramos a la basura su conocimiento y su experiencia, su maestría. Esto hace que se vuelva difícil conocer los parámetros que nos podrían ayudar a distinguir si una obra de arte contemporáneo es buena o no. ¡De cualquier forma, estábamos ya tan saturados de obra maestras, que había que suspender su producción!
Por otro lado, hay la intención de abolir al autor. Hacer desaparecer el “ego del artista” en aras de la “creación colectiva”, del “arte participativo” o “comprometido”. Ante las terribles crisis que se nos vienen encima, es preferible convencer y convencernos de que estamos haciendo algo por proscribir las clases sociales. Ya no hay más pobres, ya no más marginados. Ya no existe la gente sin oportunidades de educación ni de empleo. Ya no hay gente explotada. Ya no hay migrantes ilegales. Ya no hay discriminación. No. Ahora todos podemos pasar de ser espectadores, consumidores pasivos de la cultura, a ser co-autores de las obras de arte. ¡Es decir, verdaderos artistas!
A los gobiernos neoliberales, que se sirven de estrategias populistas y clientelares, les viene como añillo al dedo que ya no exista ningún requerimiento para ser artista. Todo mundo puede serlo. Ya no se necesita estudiar ni adquirir ningún conocimiento ni experiencia previa. Porque todo puede ser arte. Cualquier cosa.
Acabamos con cualquier exigencia de excelencia. Desapareció todo requisito de solvencia cultural. Hablar de eso es elitista, aunque el arte siempre haya estado abierto universalmente a quien se interesara por entenderlo, por apreciarlo. Ya no hay que estudiarlo, ya no hay que conocerlo. ¡Vivan los pseudo artistas!
Si no convertirse en artistas, ¿qué otra cosa podrían hacer en la vida, de qué otra cosa podrían sentirse ufanos? No podrían practicar la medicina o la ingeniería porque se les morirían los pacientes o se les vendrían abajo las casas o los puentes que construyeran.
Pero con el arte no hay pierde. Es el mecanismo perfecto para incorporarlos, para incluirlos en la sociedad como iguales. No importa que con eso estemos haciendo desaparecer la noción de Arte tal y como la conocíamos. ¿A quién le importa ya? ¿A quién le importa que todo lo que nos ofrece la cultura visual en la que estamos sumergidos sea absolutamente comercial, banal, e intrascendente? ¿A quién le importa que no nos ofrezca ningún reto sensorial o intelectual? ¿A quién le importa que no nos aporte ya más nada como seres humanos, que ya no sea un alimento para nuestra alma, si esta última ya hasta dejó de existir? ¿A quién le importa, por ejemplo, que los grafitis que vemos por doquier constituyan el nuevo muralismo mexicano?
Hasta hace poco, la palabra Arte implicaba una profunda búsqueda de sentido de la existencia, era, junto con la filosofía, el sinónimo de la más alta expresión humana. Ése era el reto con el que nos desafiaba. El Arte era tan complejo o especializado como cualquier otro campo de investigación, su función era la de sensibilizarnos, la de proveernos de formas alternativas de representar nuestras percepciones y nuestros pensamientos. Al combatirlo surge la pregunta de que si puede o debe el ser humano prescindir de esa función.
¿Por qué? ¿Para qué? ¿A qué le estamos apostando?