Opinión

Por el rescate de nuestro derecho a soñar

Por María del Carmen Vicencio Acevedo

 

“Si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir”, es uno de los lemas de los indignados del mundo. El grito por el derecho a la utopía se vuelve imprescindible para rescatar a la humanidad, seriamente violentada por el neoliberalismo. Y no me refiero, aquí sólo a la violencia física que mata y que suicida; me refiero sobre todo a la violencia estructural, que no nos permite ser, incluida la tibia y melosamente discreta violencia simbólica que (a través de la educación domesticadora, de los medios masivos domesticadores y de la religión domesticadora), adormila y pretende convencer, lenta, pero tesoneramente, de que es más cómodo y fácil no ver, no escuchar, no sentir, no protestar, no denunciar (ser cómplices); convence de que no hay tiempo para pensar, ni para escuchar los propios gritos interiores, mucho menos para tratar de comprender al otro.

Y es que el neoliberalismo no es simplemente un sistema económico, que concentra al capital en unas cuantas manos, es también una exigencia cultural: un modo especial de comportamiento; un tipo especial de humanidad, capaz de adecuarse a las exigencias del mejor funcionamiento de ese sistema (Bolívar Echeverría).

Esto implica incluso un férreo control sobre nuestros sueños: No vale soñar en otros mundos posibles; la sola expresión de los términos “movimiento” o “alternativas” resulta “peligrosa” (como bien nos lo hizo saber una vez un funcionario de gobierno, para que cuidáramos nuestras palabras, sugiriéndonos ser “más sumisos”).

Los únicos sueños válidos (y que es imperativo inocular en las nuevas generaciones) son los que hacen rodar libremente al mercado: Tener un auto más grande y potente, una casa más grande y elegante, un televisor más grande y con muchos canales, unos muebles más finos y elegantes, poder ir a lugares VIP (para very important persons)… La “magia de la Navidad” también se reduce a eso, a comprar, dar y recibir objetos de consumo.

No hay condiciones ni tiempo para ser homo sapiens, ni siquiera homo ludens, sólo queda el homo faber, el homo videns, el homo consumens, el zombi multiadicto. El sujeto recibe tantas presiones, que al tratar de evitar volverse neurótico, se vuelve mínimo. El que era homo erectus, se agacha y lame botas. La única forma de no ser aplastado, es acomodarse en el pequeño espacio que queda entre el tacón y la suela…

Hasta que el propio impulso vital no puede más; hasta que el incontenible deseo humano de volar se despliega, y el contenedor explota: “Estoy harta de trabajar sin tener tiempo para estar con mis pequeños, que están dormidos cuando llego a la casa”. “Estoy harto de buscar trabajo sin encontrar”. “Siento una terrible frustración porque por más que me esfuerzo, no logro entrar a la universidad; no importa que en la prepa haya sacado 9.5”. “Estoy harta de tener miedo y vivir en una guerra laboral de todos contra todos, sabiendo que si me descuido tantito seré despedida”: Son éstas algunas de las expresiones, de los indignados del mundo y de los muchachos mexicanos del Maes (Movimiento de los Aspirantes Excluidos de la Educación Superior), que se rehúsan terminantemente a ser llamados con el despectivo mote de “ninis”.

Los indignados están hartos de ser considerados simples objetos que consumen, simples herramientas laboralmente explotables y carentes de derechos. Están hartos también de ser considerados “productos”, “estorbos”, “prescindibles”, “invisibles” o “nadies” (como dice Eduardo Galeano). También están hartos de ser considerados “criminales”, por hacer valer su derecho a manifestarse como existentes y protestar.

Estas manifestaciones multitudinarias obligan necesariamente a cambiar las preguntas que desde el poder se nos vienen imponiendo, para guiar nuestra cotidianeidad (¿Cómo ser más eficaces, eficientes o competitivos?, ¿cómo lograr mejores resultados, con menos recursos y en menos tiempo?, ¿cómo vendo mis productos, obteniendo los mejores dividendos?, sin importar el costo de la dignidad humana implicada, etc.), por otras que puedan llevarnos a una mejor comprensión de nuestro mundo y de nosotros mismos, de cómo llegamos a la dramática situación actual que tenemos, y de qué podemos hacer para salir de ella: ¿Quién dijo que los valores máximos son esos: la competitividad, la eficiencia?, ¿quién dice que todo depende de la voluntad, el esfuerzo y el mérito individual para conseguirlas?, ¿quién dice que no hay alternativas posibles?, ¿quién dice que lo más importante es enseñar a resolver los problemas que otros plantean o a responder las preguntas que otros hacen?, ¿no es acaso también necesario aprender a plantear problemas en donde nadie los ve, a hacer preguntas que nadie hace y a vislumbrar caminos que a nadie antes se le habían ocurrido que podían existir?

Esas manifestaciones de los indignados, animan también a preguntar a nuestros gobernantes por qué dicen lo que dicen y hacen lo que hacen. Al Subsecretario de Educación, podríamos preguntarle, por ejemplo, ¿qué quiso decir cuando declaró hace unos días, que “si no hacemos las reformas profundas que la educación y la investigación científica requieren, no estaremos en posibilidades de correr más rápido que el tigre”? (sic) ¿De eso se trata el proyecto social que nos propone?, ¿de correr más rápido?, ¿por qué? La sola metáfora nos lleva a sospechar que “las reformas profundas” a las que aspira este funcionario, no transforman un ápice el enfoque dominante, centrado en la eficiencia. Nos llevan a pensar que los detentadores del poder se empeñan en confundir a la población para que crea que los medios son el fin; más que eso, para que crea que del cumplimiento de las exigencias neoliberales depende su bienestar y también para que se convenza de que no hay ninguna alternativa posible.

Por eso es tan importante poner, por el momento entre paréntesis las preguntas sobre el cómo y comenzar a plantearnos otras preguntas que han quedado olvidadas. Por ejemplo: ¿Qué clase de sociedad deseamos construir? ¿Qué clase de seres humanos podemos llegar a ser? ¿Cuáles son los contextos, las prácticas y los discursos sociales que nos llevan a ser los seres humanos que ahora somos o los que deseamos ser? ¿Qué voces (o discursos) dominantes nos constituyen y nos dificultan vislumbrar alternativas? ¿Qué otras voces somos, además de la dominante y nos abren la posibilidad de soñarlas? ¿En qué microespacios nos es posible convertir en realidad nuestros sueños?

Por eso también es importante rescatar nuestro derecho a la utopía. “La utopía está en el horizonte –dice Eduardo Galeano–, camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá… ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”. Quizá, como Moisés, no logremos ver la tierra prometida, pero el camino hacia nuevos horizontes, muy distintos a los que nos quieren imponer, desde el poder, es el que le da sentido a nuestras vidas.

PD: Mientras escribía este artículo, me llegó el mensaje de un buen amigo: “Algo sobre los maestros(as) dignos(as) en Chihuahua: ¿Quién dice que no se puede hacer nada, quién dice que nos debemos callar y permitir el atropello, quién dice que debemos seguir sin chistar lo que deciden y hacen los que están en el poder; quién dice que una actitud positiva es aquella que se acomoda, que calla; quién dice que la verdad y lo correcto está en las instituciones conservadoras; quién dice que hay que dejar la escena vacía y permitir que los poderosos hagan y deshagan la educación de este país? Ser pusilánimes y serviles o ser dignos y críticos, es la disyuntiva. Saludos” (Tomás Rodríguez Pizarro)

metamorfosis-mepa@hotmail.com

 

 

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