Opinión

¿Qué ciudad era ésta?

Por: Luis Alberto Arellano

Antes de encontrarme con él sabía quién era. Su aura, entre mala fama y reverencia abierta, precedía a Salvador Alcocer. No hay que dudarlo, mi generación lo agarró cansado. Por eso nuestra relación fue siempre de simpatía y fiesta. Ya no bebía cuando lo conocí, apenas fumaba. Pero le agradaba nuestra rebeldía disparatada y nuestras ganas de joder a un estado de cosas nefasto y acorsetado.

Lo conocí en un taller que se daba en La pajarita de papel. Ahí conocí también, de un solo golpe y para cerrar el cuadro, a Julio César Cervantes y a Arturo Santana. Debido a mi impertinencia y la obcecación del coordinador por los casos indemostrables hubo un primer roce que algunos aún no perdonan.

A Salvador Alcocer y a Arturo Santana los divirtió el gesto, y junto con Julio nos fuimos a tomar un café al final de la sesión. Salvador se fue, y el resto, junto con Luis Enrique Gutiérrez O.M. (quien me había llevado al taller), decidimos beber en serio. Nos hicimos amigos.

Con Arturo y Julio la relación tomó confianza, con Salvador fue más de trato ocasional, aunque charlé con él en incontables ocasiones. Algunas veces, afortunadamente, no de literatura.

Por las fechas de nuestro primer encuentro leí La casa de otoño, recopilación de su poesía escrita hasta ese 1996, ahora lejano, en un ejemplar colectivo de los que abundaban en la oficina de la revista Crótalo. Ese ejemplar, junto con todo lo que reunimos Román Luján y yo para la realización de la Antología “Esos que no hablan pero están” (las comillas le dan un sonoro sarcasmo al título), fueron donados a la Sogem como parte de una iniciativa para iniciar un archivo de autores queretanos. Algún día Miguel Aguilar Carrillo debería contarnos qué pasó con esos libros y dónde quedaron. Algún día Miguel Aguilar debería contarnos algunas cosas.

Crótalo tuvo como principio ordenador no publicar autores mayores en sus páginas. Al menos en los primeros números debíamos evitar publicar gente mayor de 30 años. Y por supuesto, no a Salvador Alcocer, porque estaba en todas las publicaciones de la época. No había revista o semanario que no contara con material suyo. En un franco gesto de rebeldía adolescente le comunicamos nuestra resolución. Le encantó el gesto. Lo celebró y dijo que en nuestro lugar él haría lo mismo, y más si se le permitía.

En el número 6 lo publicamos y gustoso recogió sus ejemplares en nuestra oficina. Su poesía me gustaba por momentos y por momentos me enfadaba. Claro, era tan fiel a la ciudad, a la sociedad que miraba reprensiva sobre mi hombro cuando escribía, que no podía contagiarme de su cántico. Los años me han reconciliado con esa mirada y ahora la veo ajustada y provocadora.

Su libro que más me interesa es Kyria Sulamith, libro armado como un canto de celebración, incertidumbre, ternura y desamparo. El desamparo del padre tomado, arrebatado, desbordado, por el nacimiento de la hija que lo conmueve hasta los cimientos, pero que se sabe desnudo de materia para ofrecer. No tengo nada, sólo el mundo para darte. Ese poemario me parece redondo y feliz por los cuatro costados. Su papel en la actualización del campo literario de la entidad, y la relevancia de su obra poética, en prosa y periodística, son motivos suficientes para lamentar su fallecimiento. Pero además hablamos de un buen hombre que luchó de manera férrea contra los valores establecidos, en la forma literaria, en la circulación de los productos literarios, en las formas convencionales de ver al poeta como un apéndice de la convivencia social.

Salvador Alcocer demostró que un poeta no está para adornar los discursos públicos o para reiterar lo que ya todos saben en su fuero interno, sino para develar aquellas cosas que preferimos mantener ocultas, ya porque las ignoramos, ya porque nos son vergonzantes. El poeta como un vidente, a la manera de Rimbaud, eso constituyó el magisterio de Salvador Alcocer para la ciudad.

Se negó a emigrar a la ciudad de México, en un momento en que eso equivalía al ostracismo y el desconocimiento en el mundo literario. Se negó a transar con la sociedad que no tenía un lugar para él como poeta, porque no existían las condiciones materiales de una industria cultural que sustentara una labor como la suya. Se negó a rendirse y dejar de escribir o producir sus propios libros y siempre buscó las apuestas editoriales más diversas, con el fin de que sus libros llegaran a sus lectores, hoy conmovidos con su partida. Este espíritu de arriesgue, de aventura, son motivo de reflexión para configurar una historiografía de la literatura en la región, y para abrir un camino para configurar una tradición literaria local. Ahí están los materiales, esperando que se les ponga en contacto con los lectores.

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