Quisicosas sobre la perspectiva de género

Por María del Carmen Vicencio Acevedo
La conmemoración de ciertos acontecimientos, suele relacionarse con asuntos pendientes. Con el Día Internacional de la Mujer recordamos las históricas luchas feministas, buscando superar las graves desventajas de las mujeres en el mudo machista. Como esto no detiene los daños, las injusticias, afrentas y exclusiones, se creó también el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (noviembre 25); ambas dedicaciones apuntan a “sensibilizar a la opinión pública” respecto a dichas problemáticas (ONU).
Las remembranzas activan mil acciones: arengas, actos solemnes, ciclos de cine, foros, publicaciones, exposiciones, concursos, etc. Qué bueno, pues enriquecen nuestra cultura, nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Aunque no veamos mejoras próximas, si comparamos la situación de las mujeres hoy, con la que tenían mil años atrás, pensaremos que de algo sirven las luchas.
En este contexto surge la curiosa costumbre (irremediablemente minoritaria) de hablar con perspectiva de género. No considerarla implica ser tachado de “discriminador” por las feministas. Una de sus características es la duplicación de artículos (las-los), de sustantivos (amigos-amigas, chiquillos-chiquillas), de pronombres (ellos-ellas), de adverbios (todos y todas), incluyendo barbarismos (presidente-presidenta; juez-jueza, etc.) o el empleo de arrobas al escribir (l@s chav@s). Algunos optan incluso por alternar, una página en femenino, otra en masculino.
Mi compañero de vida bromea sobre esta costumbre, llevando al extremo lo qué sucedería si fuésemos realmente consistentes con ella: “Esa noche, los muchachos y las muchachas de la escuela de escritores y escritoras estaban muy contentos y contentas y armaron tal bullicio, que los vecinos y las vecinas, enfadados y enfadadas llamaron a los policías y las policías para que los y las sancionaran y todos y todas pudieran dormir tranquilos y tranquilas” (¡uf!). Esto no termina aquí. El feminismo, es pues otra forma de exclusión. Si reconocemos que las sexualidades humanas son muchas más que dos (homosexualismo, bisexualismo, transexualismo etc.), entonces tendríamos que añadir además ls ciudadans (sin vocal) y l@s ciudadan@s (con doble vocal), para incluir a todos.
Sería estupendo que sólo a fuerza de ceremonias, debates y adecuaciones gramaticales, el problema de la cosificación, de la explotación y de la violencia entre los seres humanos disminuyera. La realidad es que todos (incluidas las feministas) somos, a pesar de nuestros discursos, de una u otra forma, alguna vez, partícipes de la violencia discriminante, con más o menos responsabilidad, con más o menos influencia o poder destructivo sobre los demás, ya sea por nuestra falta de contención al expresarnos, o al tomar decisiones egoístas, sin pensar cómo afectan a los demás; sin pensar, como decía Machado, que “El ojo que tú ves, no es ojo, porque tú lo veas, es ojo porque te ve”.
En mi opinión, el problema no está en la falta de consideración de la perspectiva de género (aunque suene impopular). Ya ni siquiera es seguro que, en las múltiples formas de discriminación (por raza, clase social, etnia, religión, discapacidad, etc.), la mujer sea quien más sufra; más allá están quienes, además de pobres, son despectivamente “raritos”.
Ser mujer, no la hace a una necesariamente víctima, ni ser varón, victimario. Muchas mujeres son extremadamente privilegiadas, déspotas, violentas y capaces de destruir con gestos, palabras o acciones, y hay muchos varones que se entregan de lleno a la liberación de todo ser humano.
Ahora bien, la mayoría de la población no participa de este tipo de reflexiones, pues padece el cruce de dos condiciones que agravan su tendencia discriminadora y violenta: Una es material: ¿Cómo puede uno practicar la convivencia solidaria y pacífica, ya no digamos entre géneros, sino entre humanos, cuando pierde el empleo o tiene que aguantar largas jornadas de trabajo cuasi esclavizante; cuando sufre la amenaza cotidiana del despido si no alcanza los obligados estándares de “excelencia”; cuando vive como sardina en casas de cuarenta metros cuadrados; cuando ha de estudiar hacinado, con cincuenta compañeros, en aulas diseñadas para treinta; cuando no hay tiempo ni espacio para la recreación o el encuentro; cuando los paisajes urbanos donde vive son tan feos y deprimentes (porque NO todo Querétaro está bien bonito); cuando el servicio de transporte colectivo es pésimo; cuando el tránsito está “del nabo” y no hay dónde estacionarse; cuando, enfermo, ha de hacer largas filas y recibir malos tratos para ser atendido; cuando le resulta tan intrincada y tormentosa cualquier gestión para mejorar su situación?
Sin embargo, la discriminación y violencia no es un simple producto de la pobreza y falta de educación. Los pudientes “educados” no son mejores. La violencia de los pobres afecta al prójimo; la de los poderosos, a todo el género humano. Muchas veces ser pobre genera, paradójicamente, generosidad.
La chispa discriminante y violenta se enciende con el concurso de otra condición, inmaterial: la ideología dominante: ¿Cómo puede ser uno solidario y respetuoso, cuando vive en guerra por la supervivencia, cuando los discursos mediáticos insisten en exaltar el valor de la competitividad, la apetencia del triunfo (sobre el otro), la de ser “el número uno”, de tener más, de poder más; cuando insisten en “la maldad del otro” y la “necesidad” de desconfiar y sentir miedo de él; cuando aprende cotidianamente que ser abusivo, violento, discriminador y corrupto es quedar impune?
En este contexto el esfuerzo no debiera ser simplemente pugnar porque haya más mujeres en los puestos de poder, sino por encontrar la forma de que TODOS gocemos de una vida digna, sana, interesante y suficientemente feliz. ¿Qué candidato trabajará más por esta exigencia?
metamorfosis-mepa@hotmail.com
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