Sobre las reglas y su transgresión
Por Marcela Ávila Eggleton
Aunque se transgredan más que se respeten aún merece la pena tener reglas.
M. Ignatieff
Prometí hace unos días que mi colaboración de esta semana sería sobre el papel de los ciudadanos en el espacio público vía las candidaturas independientes. Me disculpo, mentiría si afirmo que lo intenté; leyendo la prensa a lo largo de los últimos días –aunque bien podría decir: a lo largo de las últimas décadas– no puedo evitar pensar en la forma en que los “usos y costumbres” de la política mexicana minan las diversas esferas sobre las que se sostiene cualquier sistema democrático.
Sobre el tema se pueden escribir tratados interminables, sin embargo, como no aspiro a descubrir el agua tibia en tres mil caracteres, comparto algunas reflexiones sobre el –trilladísimo, lo sé– tema de la corrupción.
La corrupción, en términos éticos, implica una doble transgresión, la primera, por la violación deliberada de la norma y la segunda por supeditar el interés general al interés privado. Ahora bien, cuando esto lo ubicamos en un sistema democrático representativo, el quebranto cobra una dimensión distinta, ya que la violación de la norma por una parte no atenta sólo contra el propio sistema –como sucede en los sistemas autoritarios– sino que resulta también inmoral, en tanto destruye el vínculo de confianza entre el Estado y la ciudadanía.
Más allá del debate en torno a las causas y los efectos de la corrupción, el tema de fondo radica en que las democracias representativas sustentan su legitimidad en una serie de valores tanto éticos como políticos que justifican su preeminencia por encima de los sistemas autoritarios, de modo tal que su violación, por cualquier medio, mina su confianza y legitimidad.
Así, la corrupción va más allá de los efectos que genera en los sistemas políticos y en las propias instituciones democráticas, ya que implica, no sólo una transgresión del Estado de derecho sino una violación de la política, en términos de Arendt, es decir, del espacio para unir a los diversos.
En este sentido, la corrupción atenta contra el núcleo mismo de la sociedad, sin importar que se trate de un sistema autoritario o democrático, aunque sin duda, implique consecuencias devastadoras en los sistemas democráticos, como resultado de su propia esencia, particularmente si entendemos la democracia, en términos de Lefort, como “la única forma de gobierno que expresa la separación de lo simbólico y lo real, y enlaza con un concepto del poder del cual nadie, ni el príncipe, ni un pequeño número, puede adueñarse. Su superioridad consiste en que la sociedad debe poner a prueba de nuevo cada vez su institución.”
Hablar de la corrupción de la política implica hablar de la perversión de su lógica y por ende, de la intromisión de “alguien” en el proceso de mediación entre Estado y ciudadanía. Es decir, la corrupción de la política trastoca los límites entre el ámbito público y el privado. En un contexto democrático, ¿qué sucede cuando “alguien” se adueña del poder y las instituciones no pasan la prueba? Es decir, ¿qué pasa cuando las prácticas de los actores se vuelven incompatibles con las reglas del juego democrático? Me reservo mis conclusiones.
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