Tarjeta roja al nacionalcapitalismo
Por: Omar Arcega E.
twitter.com/Luz_Azul
El futbol, como todo deporte, genera algunas dinámicas positivas en las personas, es una escuela del trabajo en conjunto, fomenta la disciplina, mejora la salud de los jugadores y de los que echan porras, promueve la convivencia y es un efectivo difusor de las tensiones; quizá la problemática de la violencia intrafamiliar sería mucho más fuerte si no hubiera este tipo de escapes.
Por supuesto, como todo deporte, tiene sus propios riesgos físicos y en ciertas personas la convivencia puede acabar en riña o puede ser usada como pretexto para alcoholizarse. Pero los “peleoneros” y los individuos con tendencias adictivas seguirán existiendo con o sin futbol.
Sin embargo, como muchas otras cosas en este mundo, el futbol se ha visto prostituido al toparse con el capitalismo. Nuestro sistema económico tiene la virtud de convertir en negocio cada actividad que toca. Y no está mal buscar hacer dinero, esa actividad ha permitido la mayor parte de los adelantos tecnológicos de los que hoy gozamos. El problema es cuando esto se hace de forma desproporcionada y se privilegia el lucro por encima del ser humano. En otras palabras, cuando las prácticas económicas de una sociedad privilegian la ganancia por encima de la dignidad de las personas.
El Mundial de futbol celebrado cada 4 años es uno de los productos más acabados del capitalismo salvaje. El sano desarrollo del cuerpo a través del deporte es un ideal olvidado en los futbolistas de alto rendimiento, la positiva convivencia entre jugadores termina siendo acuerdos de millones de dólares. El consumismo es el eje de algunas prácticas de convivencia entre fans. Vemos a las televisoras engrosando sus bolsillos, a las marcas de diferentes productos queriendo aumentar sus ventas, se compran miles de pantallas planas, los bares y restaurantes viven un festín económico. El dinero se mueve, por supuesto, pero de los bolsillo de los hombres y mujeres de a pie, hacia los grandes corporativos, a los “dueños del espectáculo”.
Y esta misma perversión del negocio la vivimos en nuestra liga mexicana de primer nivel. Aún recordamos las declaraciones escandalosas de algún promotor deportivo que reveló como un director de la Selección Nacional hacia negocio convocando o no a ciertos jugadores, previo pago de una comisión. Hecho que, según se dijo, era práctica habitual; es decir, parte de las reglas del juego.
Y es que debemos reconocerlo, la FIFA se ha convertido en un negocio redondo. Los países sede invierten enormes cantidades de dinero en el cabildeo previo, en remodelar o construir estadios, en la mejora de la imagen urbana, en la generación de infraestructura. Todo ello con la esperanza de una derrama económica, la cual, en el mejor de los casos, es sólo temporal, pues una vez que se van los turistas, los niveles de empleo vuelven a ser los mismos. Y tristemente, los estadios terminan convertidos en elefantes blancos. Las selecciones nacionales son un escaparate para los jugadores y sus promotores, ahí se empiezan a cocinar posibles contratos: las empresas se pelean por ser designados los “patrocinadores oficiales”, para ello entregan enormes sumas de dinero; la mercadotecnia enciende motores y se generan camisetas, gorras, balones, aparecen mil y un promociones relacionadas con las empresas patrocinadoras. Las televisoras hacen su agosto vendiendo publicidad, una vez pagados los respectivos derechos de transmisión a la FIFA.
Y todo, todo ese dinero, se reparte entre las federaciones (los dueños de los equipos). El futbol que promueve la FIFA es una de las formas más refinadas de la obtención de ganancias, pues las personas no se sienten robadas; al contrario , gastan con gusto, sintiéndose “ganadores”; parte de algo grande y glorioso.
Esta maquinaria no funcionaría tan perfectamente si no existiera el nacionalismo ramplón, ese donde ser patriota es sinónimo de ponerse una camiseta de tu selección nacional y no perderte ninguno de sus partidos, aunque estos sean en horas laborales o de sueño. Este sentido de identidad y pertenencia llevada al extremo permite que nuestra conciencia se diluya entre los gritos de júbilo por los goles anotados o las victorias obtenidas.
Afortunadamente, en Brasil hay diversos sectores que desean romper estas dinámicas perversas. Su petición es muy simple: todo el dinero que se invierte en este evento mundial que sólo sirve para hacer más ricos a los ricos, ¿por qué no usarlo para generar un mayor bienestar social? En el Mundial de México 86, había voces que coreaban “No queremos goles, queremos frijoles”. En ese entonces, prácticamente nadie quiso escucharlos. Pero 28 años después, la idea se vuelve a materializar en Brasil. Grupos de jóvenes muy parecidos a nuestros “anarquistas” ya anunciaron movilizaciones y protestas. Ojalá su ejemplo nos sensibilice sobre darle un sí al futbol, pero una tarjeta roja al consumismo voraz y al nacionalismo simplón de estas fechas.
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