Cultura

El valor y el sabor de la vida

Por: Juan José Lara Ovando

El suicidio es un acto no permitido en el mundo; de hecho, las tradiciones y formas de vida le dan la espalda, más aún las religiones. No obstante, en las prácticas y formas de vida se pueden presentar y, en algunos casos, son parte de la misma sobrevivencia de los grupos sociales, como es el caso que se presenta en La balada del Narayama(Imamura, 83), donde está estatuido para permitir la vigencia de su sociedad, de lo contrario se presentarían problemas de permanencia.

Si recuperamos la primera idea, el suicidio no puede aceptarse como una vía que apague el fuego de un problema, ya que difícilmente éste se acaba ahí y lejos se está depensar que concluya bien, de modo que cualquiera que esté pendiente de un potencial suicida intenta impedir que cumpla su objetivo, como sucede en El sabor de las cerezas (Kiarostami, 97). Se trata de dos películas grandes, ambas ganadoras de la Palma de Oro en Cannes en sus años respectivos, 83 y 97, procedentes de Japón e Irán. Además las conjuntamos con un clásico, Fresas silvestres (Bergman, 57).

Basada en una novela homónima de la cual hay una primera versión filmada en 1958, La balada del Narayama refleja el mundo rural clásico del Japón, donde la precariedad y la pobreza conducen a las personas a organizarse para ser útiles. Aun cuando parece una sociedad milenaria que siempre ha vivido de la misma forma y que se encuentra altamente integrada con la naturaleza, la historia se ubica en la segunda mitad del siglo XIX, ya en su parte final, lo que nos lo indica el uso de fusiles para la cacería; salvo eso, podríamos pensar que nos encontramos en los siglos XII ó XVI. Al igual que cazan liebres, también pescan en el arroyo y cultivan arroz y papas e intercambian con sus vecinos productos sin que aparezca el dinero como instrumento de intercambio, es decir, un sitio y un momento que parecería un paraíso donde las personas conviven en un espacio común, pero en el que tienen una actitud valerosa ante la vida, cuya afinidad los emparenta para salir adelante.

La peculiaridad es que la organización social es de tipo patriarcal, sin embargo, la historia se centra en una familia donde la figura central es una mujer vieja, una especie de matriarca, pero que debe hacer las cosas para sostener el sistema patriarcal. Orin, la vieja, cuenta con una salud perfecta pero tiene 69 años, edad en la que se aproxima a un momento en que vivir es deshonroso, por lo que debe seguir la tradición del pueblo: al cumplir 70, debe ser conducida por su hijo a la cima de la montaña sagrada, Narayama, para ser abandonada ahí en espera de la muerte, ya sea por una bestia salvaje o por inanición. Si su hijo no lo hace, también es deshonroso, así que aunque la quiera y se niegue a que tenga ese final, debe hacerlo, sólo eso mantiene la armonía de la sobrevivencia que es el asunto más serio de una vida tan precaria, romper ese orden puede significar la muerte para el grupo que debe alimentarse y reproducirse. A los 70 años, las personas se convierten en un estorbo porque ya no son plenamente productivos y son bocas qué alimentar, por lo que le escamotean alimentos a la familia, que no podrá salir adelante con esa carga. El suicidio es la salida natural.

El cuadro sobre el Japón rural es desolador, Shohei Imamura desmitifica la idiosincrasia de su país, muy alejada de las aventuras de samuráis de Kurosawa. La balada del Narayama es un filme naturalista opuesto a la indulgencia, ajeno al efectismo y verosímil en su visión de un mundo campesino, en el que en lugar de grandezas se perciben miserias. Imamura volvería a obtener la Palma de Oro en el 97 con La anguila, ex aqueo(empatada) con la siguiente película que comentaremos, pero con eso se convirtió en el cineasta japonés más importante de fin de siglo, hoy ya fallecido.

El sabor de las cerezas se ubica en el Irán actual, de fin de siglo. En ella, una persona de mediana edad, llamado Baghi,recorre las áridas calles de los suburbios de Teherán manejando su auto, bajo ese sol y desierto calcinantes y en medio de la pobreza de los arrabales, va dando aventones a quienes necesitan transportarse. Así lo hace con tres personas por separado. Primero es un soldado iraní, después un seminarista afgano y finalmente un taxidermista turco. A cada uno le cuenta la misma historia porque lo que espera es que alguno de ellos se decida a ayudarlo. Él ha decidido suicidarse e incluso ya ha cavado su tumba, pero necesita una persona para que lo entierre, para convencerlos cuenta con una buena suma que representan sus ahorros de años. No sabemos la razón por lo que ha decidido eso, pero lo que vamos viendo es la negativa de los tres para ayudarlo. El primero es un tipo tan tímido que apenas alcanza a balbucear su negativa; el segundo se escuda en su fe, ya que suicidarse es una facultad divina; el tercero le cuenta una historia, en la que le dice que él también estuvo a punto de acabar con su vida, pero gracias a un simple cerezo desistió de hacerlo.

Baghi, que había intentado negarse a escuchar sermones, se interesó en su historia en la que se dio cuenta que hay cosas muy simples como el sabor de las cerezas, un fruto poco común y difícil de hallar en Irán y con un sabor agridulce en la que metafóricamente, el personaje, un hombre común decepcionado de la vida que al balancearse entre lo agrio y lo dulce se da cuenta que debe volver a valorar su vida y decide continuar con ella. Finalmente, Baghi desiste de suicidarse y acaba mirando a su alrededor desde la fosa que ha cavado. El hombre replantea su existencia, un tanto como ya lo había hecho Igmar Bergman en uno de sus primeros clásicos, Fresas silvestres (57), ganadora del Oso de Oro en Berlín, en su momento.

En ella, un viejo profesor sueco viaja a recibir un homenaje a una universidad. Antes de partir, se sueña viendo su propio entierro. Durante el viaje en auto, acompañado por su nuera, se detiene en la casa donde vivió en su infancia y encuentra unas fresas del campo y con su sabor recordó su primer amor, una chica a la que no se atrevió a declararse. El viaje se convierte en memorias y reencuentros, en reflexión sobre el miedo a la muerte y la soledad que le permite replantear su existencia, siempre fría y distante a la que debedar calidez humana, eliminando un posible suicidio. La fresa significa la llegada de la primavera en Suecia y es símbolo de la regeneración, la cereza no tiene ese significado en Irán, pero ambas fueron asociadas al valor de la vida en estas películas, por eso Abbas Kiarostami está a la altura de los grandes como Bergman. Tres clásicos, ahora que es relativamente fácil conseguirlas, búsquelas, no se las pierda.

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